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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las madres que no tenemos caldo en la nevera: cómo la crianza emocional ha ido ganando terreno

Diversos personajes del mundo de la cultura y el periodismo como Ana Pastor, Leonor Watling, Gemma Nierga o Llum Barrera conversan sobre qué significa hoy en día ser una madre que tiene «siempre caldo en la nevera», a raíz del éxito de la canción ‘Ay mamá’, de Rigoberta Bandini.

Una mujer cocina para su familia mientras cuida su hijo bebé en 1950.
Una mujer cocina para su familia mientras cuida su hijo bebé en 1950.Getty (H. Armstrong Roberts/ClassicStoc)

Todo empezó, una vez más, con una pregunta a esa adolescente fabulosa de 16 años que tengo en casa, que es mi hija Carlota. Salón, en la tele suena la canción/himno de Rigoberta Bandini, Ay mamá, que no va a representarnos como país en Eurovisión finalmente, pero que nos representa a muchas en la calle, de manera rotunda.

–¿Tú crees que yo soy una madre de caldo en la nevera?, pregunto tímidamente.

–¿Tuuuuuuuú?? No mamá, para nada. Una madre de caldo en la nevera es la yaya María, contesta la niña, con un punto de sarcasmo.

–A ver, Carlota, es una frase que tiene un significado, es caldo en la nevera como concepto.

–Ya mamá, lo pillo. Ni como concepto ni nada. No lo eres. No pasa nada. Ni tú ni papá. Pero oye, no pasa nada, a mi me gusta mucho la horchata casera que me haces todos los verano, me aclara la niña, contemporizadora.

Me quedo callada, pensando. Desde que oí ese verso por primera vez, junto a ese otro que llamaba a parar la ciudad, me rondaba esta idea en la cabeza. ¿Quedan madres de caldo en la nevera como símbolo? ¿Por qué resulta tan conmovedora la letra de la canción? ¿Por qué todos entendemos lo que nos está diciendo Rigoberta con esa canción homenaje a las madres de otra generación, con ese himno feminista hecho y derecho? Y me decido a preguntar a amigas, colegas de profesión, compañeros, padres y madres todos, si creen que son o van a ser ese tipo de madres. O si está definitivamente en vías de extinción.

El caldo en la nevera como símbolo de madre entregada, pendiente, hacendosa, dedicada a su casa, a sus hijos, alimentándolos. Esas madres que nos dan tápers cuando vamos a comer, años después de que nos hayamos independizado. Esas madres que nos preparaban platos de cuchara, que nos preguntan aún si hemos comido, qué hemos comido, o si hace frío en el lugar en el que estamos. Esas madres que lo dejaron todo, que lo aparcaron todo y que decidieron que su vida éramos nosotras y nuestros universos. Yo tengo una madre así. Su tortilla de patatas, su caldito, sus natillas, su paella, sus sábanas planchadas, la ropa doblada en el cajón, su merienda lista, sus tostadas untadas ya, su atención plena es todo lo que Carlota nunca tendrá de mí. Tendrá otras cosas, claro, pero eso no.

Tras preguntar a diestro y siniestro entre mi entorno, con señoras de mi edad, más o menos, llego a la concusión de que ese tipo de madres ya no existe. Al menos como colectivo, como un grupo ingente de mujeres que al unísono trasteaban todo el día del mercado a los fogones, con sus delantales y su plena disposición. Definitivamente, las madres de ahora ya no somos ellas, ya no estamos dedicadas al ámbito familiar en cuerpo y alma.

Esa misma noche, mientras debatíamos en El Objetivo sobre la polémica del Benidorm Fest le pregunté a la periodista Ana Pastor, madre también, si ella era una de esas madres de caldo en la nevera, y me dijo, sin dudar ni un instante, que no. “Yo soy hija de croquetas, pero soy mala madre de Nutella. Esto no queda bien, pero es la verdad”. El comentario de Pastor me representa. Y a juzgar por las conversaciones que tengo días después con otras madres, a muchas de ellas, también. Hablamos, entre bromas, de la tortilla francesa como el culmen de la dedicación maternal, y de la de patatas como un escalón ya muy superior. Rigoberta, que tiene 31 años, sí tiene una de esas madres. En su canción Ay mamá ha conseguido contener a la suya, a la mía, a la de tantas. La canción logra, con un grito, dar las gracias. Pero yo diría que Rigoberta está ya frisando el final de esa generación con madres de caldito. Ese caldito que no solo era una cuestión alimenticia, era mucho más.

Mikel López Iturriaga, responsable de El Comidista, y un ferviente defensor de la comida casera, tiene también bastante claro que esas madres que preparaban con esmero un caldo “lo metían en la nevera para desengrasarlo –y hasta que no le quitaban toda la parte de la grasa que se formaba en la parte de arriba, nadie comía– es una especie en vías de extinción. Y no sabían que al quitarle la grasa le quitaban el sabor. Pero en esa generación la grasa era el mal. Ahora, como ya tenemos el azúcar, podemos dejar a esa grasa en paz. Es una práctica que cada vez se hace menos. Eran mujeres, amas de casa que dedicaban una parte importantísima de su tiempo a la cocina. Ahora ya no. Ahora está el caldo de bote, el Aneto, por ejemplo, que es el mejor con diferencia, (y el que llevaba Rigoberta troquelado en su vestido en la actuación eurovisiva, como metáfora). Los otros, que son tan sinvergüenzas de poner en el envase que son caldos caseros, son malísimos. El caso, yo no me atrevería a decir que ese modelo ya no existe, puede que queden, pero ya no es una figura tan común como la de hace 40 años”.

Y ahí quería yo llegar, al caldo de Tetrabrik también como concepto. Mi madre, que tiene en gran estima a Mikel como reputado periodista gastronómico y hombre preocupado por que nos alimentemos bien, aceptó que yo hiciera cremas, sopas, cocidos, etc., con caldo envasado cuando le dije que me lo había recomendado él.

–Mamá que no hace falta hacerlo en casa, que sale igual de bueno, que el envasado es de calidad, y es lo mismo, le dije a la pobre mujer que se había pasado la vida cocinando a fuego lento los fondos de caldo para todos los guisos.

Al seguir con la ronda de preguntas me encontré con esa imagen del envase en Tetrabrik en un porcentaje amplio de respuestas. Hizo mención a él la periodista Gemma Nierga, madre de dos niños adolescentes. “Siempre caldo en la nevera, pero de Tetrabrik”, bromeó. “Quedan pocas mujeres, como dices, abnegadas pensando cada tarde de domingo qué comidas dejarán hechas para la semana, qué menús, etc. Yo desde luego no soy así, me puede la practicidad del día a día”, respondió Nierga. Otra periodista, la directora de EL PAÍS, Pepa Bueno, se apuntó también a esto: “¿Madre de caldo en la nevera? Más bien no. En todo caso sería en Tetrabrik. Ahora bien, de caldo emocional sí soy. Soy bastante gallina clueca”.

¡Caldo emocional! Me apunto. Y lo meto en las preguntas. Y ahí sí que ya se unen muchas. Le formulo la misma cuestión a la actriz y cantante Leonor Watling, madre de dos niños pequeños aún (y a punto de estrenar la segunda temporada de la serie Nasdrovia, en Movistar Plus). “De momento no. Nunca se sabe si acabaré siéndolo. Yo no sé si seré una madre de esas de caldo cuando mis hijos tengan 20 años y lleguen con resaca, y sea eso lo que necesiten. Seguramente no lo seré porque no somos así ya. Me parece muy interesante este asunto porque es otro tipo de cariño que pasa menos por lo alimentario y más por otras cosas”.

De esas otras cosas me habló el director y guionista Aitor Gabilondo (Madres, Patria, El príncipe, Periodistas), padre de dos niñas adolescentes. “Mis hijas tienen las necesidades básicas cubiertas y eso me permite centrarme en calmar su hambre emocional. La actualización del caldo es escucharlas y ayudarlas a comprender el mundo y a gestionar sus emociones. Eso lo hago. Soy un padre que se preocupa y que también se ocupa, así que sí, podría decir que siempre tengo caldo en la nevera, aunque a veces sea de Tetrabrik”.

Descubro a estas alturas que la frase “a ti que tienes siempre caldo en la nevera” podría dar para mil tesis, para mil madres, para mil modelos de mujer maternal. Y para paternidades que han llegado para quedarse. Esos padres que quieren, como ha dicho la propia Rigoberta que sus hijos lloren bien tranquilos en este nuevo mundo.

En ese sentido, la periodista y conductora de informativos Marta Reyero (Canal Plus, Cuatro) tiene claro que está más cerca de ser una madre de «caldo en la nevera”. “Lo intento. No porque me obligue nadie, sino porque quiero. No lo sufro como parte de un engranaje mecánico y frío de supervivencia familiar. Quiero estar también en los cuidados, quiero dar ternura a los míos, soy un poco madre de mis amigos, compañeras, familia y me emociona conocer cada vez a más hombres que quieren ser padres de caldo en la nevera”.

Preguntas que he lanzado para este artículo. ¿Esa imagen de Rigoberta representa la maternidad mediterránea o española con ese caldo reconstituyente en la nevera que sirve para todo y que, tal y como nuestras madres lo hacían tenía alimento? ¿Representa a algunas madres que no eran muy afectuosas físicamente pero que nos brindaban su cariño a través de la comida, que no jugaban en el suelo ni nos soltaban discursos sentimentales, pero tenían siempre listo el desayuno, la comida, la merienda y la cena?

La periodista y escritora de libros infantiles Ana García Siñeriz, es, con rotundidad, “madre de caldo, yogures, brócoli y de todo en la nevera. Y de llamar por teléfono cada noche cuando mis hijos están fuera”. Igual que la colega de profesión Lourdes Lancho (A vivir que son dos días, Cadena Ser), que ha heredado ese sentimiento de cuidar y alimentar a su hija. “Te lo digo el día que no sé si tengo covid, estoy en la cama y me he levantado a prepararle de tupper y un bocata a Lola, que tiene 22 añazos y se ha dormido. Todo para que coma bien. O sea que compro el caldo de Aneto pero siempre tengo cosas para ella”.

La literatura está plagada de madres y de maternidades que cuentan con muchas páginas lo que Bandini ha resumido en un par de estrofas. Y dentro de ese tipo de literatura está la matrofóbica, que ya es un género en sí mismo que nos ha dado relatos estupendos sobre este gran asunto. Hay libros impagables, como El nudo materno, de Jane Lazarre, y que nunca me cansaré de recomendar. En él, la autora confronta el mito de la buena madre con un autorretrato íntimo  y visceral de su maternidad.  Y que no se nos pase la novela Apegos feroces, de Vivian Gornick. Pocas veces en la literatura se ha retratado de manera tan humana, vital y honesta la relación entre una madre y su hija. Una historia llena de reproches, recuerdos y complicidades entre ambas. La madre es una mujer que dedica toda su energía al cuidado de su familia, que coloca el amor en el centro de su existencia y renuncia a cualquier otro ideal. Eso marcará la vida de la hija, la propia Vivian, que quiere apartarse de ese modelo de mujer, de madre. La novela El club de los mentirosos, de Mary Karr, que me recordaba la también escritora Laura Ferrero, también formaría parte del canon. O La mujer helada, de Annie Ernaux, que es un libro estilete como pocos.  Madres malas, buenas, demasiado buenas, asfixiantes, aniquiladoras.

Volvamos al concepto que canta Bandini. Para la periodista y escritora Carme Chaparro (Cuatro) “significa cuidado. Un homenaje a las madres que siempre están ahí pase lo que pase y hagamos lo que hagamos. El caldo es la metáfora de los brazos de mamá de esa generación de nuestras madres a las que educaron para cuidar siempre y a las que nunca se lo hemos agradecido lo suficiente. Y ahora con ellas, vamos a tomar la ciudad. Yo quiero ser madre-caldo en el sentido de que quiero que mis hijas sepan, y siempre se lo digo, que estoy para ellas pase lo que pase y hagan lo que hagan. Pero ellas ya saben que su madre trabaja y viaja y están orgullosas de quién es su madre, aunque a veces mi cuerpo no esté a su lado. Y para eso tengo un marido maravilloso que prepara el caldo”.

Marta Bercebal (@grilloencasa) es ilustradora, madre de tres hijos, dos de ellos gemelos de corta edad. Cuando salió la canción ella también se lo preguntó a sí misma. “Caldo la verdad es que no hago, pero sí tengo fijación por tener siempre la nevera llena y la cena pensada porque soy una histérica y por la tarde con el cansancio no doy para más y me gusta tenerlo pensado. Mi madre sí que tiene una olla lista siempre que vamos. Sobre madres no hay color, cuando oí lo del caldo pensé en mi madre y mi abuela. Yo no me identifiqué porque soy mala madre”, concluye entre risas.

¿Pero qué significa exactamente tener caldo en la nevera en estos tiempos?

Para la subdirectora de comunicación y RR PP de Atresmedia, Ana Porto, que tiene dos jóvenes en casa, “significa estar pendiente de todo, querer ser perfecta, trabajar y además que tus hijos y tu pareja o quien coma en casa, porque tú eres la responsable, coma casero y rico. Yo lo he sido mucho tiempo, pero gracias entre otras cosas a que me he separado y a la terapia estoy dejando de serlo porque es un sobreesfuerzo brutal y nadie se muere si no come caldo casero”.

Me cuenta Beatriz Robles, tecnóloga de alimentos y nutricionista, que la ya mítica frase de Bandini “es un homenaje a un modelo de maternidad, que probablemente ahora no sea el predominante, pero que hasta hace pocos años era casi el único posible. Es una frase que habla de nuestras madres, nuestras abuelas y de las generaciones anteriores que no tenían otras opciones más que volcarse en los cuidados, que si tenían la osadía de permitirse sentir ambiciones fuera del camino marcado de formar una familia, renunciaban a ellas”.

Pero cuidado, me insiste, con idealizar esa época y esos comportamientos. En eso coinciden casi todas las compañeras a las que he preguntado. Ojo con echar de menos eso porque era casero, porque tal y como me han apuntado casi todas, esas dinámicas familiares aniquilaron muchas ilusiones, muchos objetivos vitales. Para buena parte de los compañeros con los que he conversado para este artículo ese grito de Bandini es una muestra de admiración y reconocimiento al trabajo invisible “de las injustas renuncias silenciosas”. Bandini ha dicho mamá me doy cuenta de lo que has hecho por mí, pero ahora cógeme del brazo y salgamos juntas a gritar por todo lo que no has podido gritar antes –o has reclamado en vano–. Y, unida a la frase siguiente “tú que podrías acabar con tantas guerras” muestra una forma diferente de estar en el mundo, de resolver los conflictos, opuesta a las formas patriarcales, con una visión diferente.

A eso se une la actriz y cómica Llum Barrera. “Yo soy madre de improvisar cosas, no quiere decir que no sepa hacer un caldo, pero bueno. Y mi hijo se ríe mucho. Ahora, lo del pecho fuera al puro estilo Delacroix, absolutamente sí, a favor”.

Las madres de cine

¿Y qué pasa con los referentes audiovisuales sobre la ‘madre caldo’?, le pregunto a  la periodista de cine, y directora de La Script, María Guerra, madre de Ana e Inés, dos veinteañeras que viven en casa.

“El cine es un espejo maligno, un referente de maternidades entregadas a las que considero causantes del complejo de culpa que hemos arrastrado las mujeres de mi generación, que nos sentimos felices y culpables por trabajar y ser económicamente independientes. Yo considero que me he echado a la espalda las responsabilidades del trabajo y de la maternidad. Esa ha sido mi mayor batalla, desprenderme de los referentes tóxicos que el cine nos ha regalado. En el top ten de la toxicidad pongo a la madre de Mujercitas, una santa en vida que no satisface jamás sus propias necesidades y siempre está al servicio de los demás. Pido un exorcismo colectivo para sacar ese arquetipo de nuestras vidas”.

Según la periodista, “en ese extremo de madre abnegada pop está Sarah Connor de Terminator, mucha broma con sus armas y tal, pero lo que subyace es una misión sagrada que se convierte en lastre colectivo. Morir o matar por tus hijos no es un mantra deseable”.

Vamos con las madres Disney tradicionales. “Las odio», dice Guerra, «casi siempre están muertas para que sus hijas huérfanas puedan protagonizar una horrenda historia de búsqueda del príncipe azul. No quiero ser la madre de Bambi, ni la de Dumbo. Menos mal que Pixar en el siglo XXI nos ha dado ejemplos de maternidades saludables como Inside Out y Los Increíbles. Aunque entre las madres más sanas del cine elegiría a Morticia Adams y la madre de Forrest Gump. Es decir, madres que aman pero que aceptan que sus hijas e hijos son singulares”.

Y ella, ¿qué tipo de madre es? “No tengo caldo casero en la nevera, el mío es de brick. La metáfora del caldo me parece preciosa, y a pesar de hacer la compra online, me considero una ‘mujer caldo’. Soy una madre neurótica, raspa e hiperactiva, pero siempre he practicado las cenas al calor del hogar, sin móviles y pantallas mientras estamos juntas. El caldo es el amor al rebaño, y mi mayor felicidad es comprobar que mis dos hijas veinteañeras son caldosas y me calientan la vida a su manera”.

La cineasta Paula Ortiz (La novia, De tu ventana a la mía) fue contundente también. “Te puedo asegurar que no soy una madre de caldo en la nevera,  soy hija de madre de caldo en la nevera lo que ha provocado que mi hijo tenga caldo en la nevera porque tiene abuela de caldo en la nevera. Yo soy madre de plátano en el bolso, toma un plátano, pélatelo tú, eso sí, te llevo conmigo a todas partes y te voy a enseñar un mundo muy hermoso, pero no sé si voy a poder tenerte preparado el caldo en la nevera todos los días”.

Está en connivencia con la actriz Pilar Castro (Competencia oficial, Sin novedad, A través de mi ventana, Ventajas de viajar en tren), madre de un adolescente de 15 años, que me cuenta que “toda mi humanidad está hecha de caldo en la nevera. Y hago lo posible para que la de mi hijo también lo esté”.

A Mariano Barroso, director de cine y presidente de la Academia, lo pillé en la antesala de los Goya. “Yo tengo caldo en la nevera, siempre, para mis adolescentes, pero si me dejas que pasen los Goya te cuento más despacio”. Como este artículo tenía fecha de entrega, no he podido esperarlo, pero a mí me basta con esa frase para visualizar a un Barroso como padre ejemplar.

Aurea Ortiz, profesora de historia del cine de la Universitat de Valencia, y analista de series, no cree que esté en vías de extinción ese tipo de madres. “Creo que conviven todos los modelos, que son mujeres que hacen muchas otras cosas, por decirlo de algún modo, pero que siguen teniendo caldo en la nevera”. Esta historia también se ha reflejado en las series de televisión. Para Ortiz salen en Las Chicas Gilmore; en Sex education, en el personaje de Gillian Anderson; en Mom, que es un caso límite porque la madre y la hija protagonistas son ambas adictas en proceso de rehabilitación; Evil, Mira lo que has hecho, Los Durrell, Vida perfecta, The marvelous Mrs. Maisel o Big littles lies.

Para Beatriz Robles el caldo es evocador: el hogar, la comida caliente. “Te recuerda que alguien se ocupa de tu bienestar. Actualmente esa imagen es más metafórica que real porque cocinar ha dejado de ser una actividad principal en los trabajos domésticos y la preparación de alimentos cada vez está más simplificada. Esto es beneficioso, por una parte, para las mujeres porque se liberan de un trabajo que les correspondía por defecto. Por otra parte, como el trabajo de cocinar ha sido reemplazado por la industria alimentaria que nos da productos ya elaborados o prácticamente listos para consumo, sí que hemos perdido el contacto con los alimentos que comemos”.

Hace muchos años, Pilar Primo de Rivera, fundadora de la Sección Femenina de la Falange española, escribió esto: “Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho. La mujer tiene obligación de saber todo lo que podríamos llamar parte femenina de la vida: la ciencia doméstica es quizá su ‘bachillerato’. Un arquitecto no puede ser bueno si no dibuja bien; un ingeniero, sin el conocimiento de las matemáticas sería un fracaso; lo mismo sucede con las mujeres: su base fundamental es la casa; guisar, planchar y zurcir”.

Los maestros que dieron clase a miles de mujeres durante aquellos largos y siniestros años del franquismo debían usar como profesores y como españoles estas y otras enseñanzas similares en las aula. Así que las madres de Bandini son esas madres alumnas de entonces, a las que estos textos, estás máximas les arruinaron la vida, las dejaron sin energías para emprender caminos individuales, para combatir. Se las inocularon tan adentro a muchas de ellas que fue imposible arrancárselas. Son mujeres que habrían podido inventar cosas, escribir, liderar, estudiar en la universidad, que habrían podido mandar a paseo a maridos cretinos que no las merecían, que habrían podido tener vida propia. Una vida creativa, no resignada. Mujeres que hicieron lo que pudieron para educar a otras mujeres y hombres, que hoy son (somos) adultos con vidas plenas.

Pero nos hicieron caldo a todas horas. Y ahora nosotros, como Bandini deberíamos sacarlas a bailar.

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