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Las «del lado de la rueca»: cuando las mujeres españolas eran las que cosían absolutamente todo en la casa

Antes de que el ‘fast fashion’ cambiara la forma de consumir moda, las mujeres más humildes se encargaban de confeccionar la ropa al resto de la población. La costura les permitió a muchas de ellas acceder al trabajo en una época en la que su labor era dedicarse a las tareas del hogar.

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Una persona a lo largo de su vida necesita bastante ropa. Ropa para cuatro estaciones, para trabajar y para festejar, para dormir y para bañarse en el mar, para nacer, casarse (si quiere) y morir (aunque no quiera). Las casas también necesitan ropa: camas, ventanas, mesas y paredes piden sábanas y mantas, visillos y cortinas, manteles y cuadros. Sin embargo, no solo hace falta cubrir las necesidades básicas sino decorar y alegrar la vista, el ornamento es importante para el ánimo. Nuestras abuelas lo cosían todo.

Remontarse a la niñez y juventud de nuestras abuelas es situarse en el fin de la Guerra Civil española, un periodo de extrema pobreza para las clases populares. La política autárquica franquista supuso el aislamiento internacional hasta prácticamente los acuerdos con Estados Unidos y su plan de recuperación en los años 50. El país debía autoabastecerse de todo. Con ello, aumentó notablemente la economía sumergida y el conocido estraperlo, donde se comerciaba con comida o artículos considerados de lujo, como las medias. Ante tal carencia, la costura en casa se convirtió en un arma de subsistencia.

Hoy en día estamos acostumbrados a ir de compras y abastecernos rápidamente de todas estas necesidades textiles pero no ha sido así hasta hace unas décadas. Antes de la explosión del fast fashion y la ropa de usar y tirar las familias con dinero compraban y encargaban a medida las prendas. Las pobres, las fabricaban. Concretamente lo fabricaban las mujeres de la casa, debido a que la costura siempre ha sido una labor históricamente femenina. Desde el mito griego de Aracne hasta el “hilo y aguja para la hembra, látigo y mula para el varón” de la Bernarda Alba lorquiana, la labor textil ha sido algo de lo que siempre se ha encargado la mujer. Además, la enseñanza de estos trabajos siempre se ha transmitido de manera matrilineal. Tanto es así que todavía quedan retazos de ello en el lenguaje. En inglés, a la rama materna de la familia se la denomina the distaff side, es decir, el lado de la rueca.

Cuando le pregunté a mujeres de diferentes edades quién les enseñó a coser o tejer, todas dieron idéntica respuesta: sus madres, abuelas o hermanas. Carmen Castañón, de 80 años, nacida en Rodiezmo (León) recuerda que la primera en aprender a coser fue su hermana mayor, quien después enseñó a las demás y nombra dos de los motivos capitales por los que cosía la mujer en la posguerra: necesidad y adoctrinamiento sexista: “Queríamos aprender a hacer nuestra propia ropa porque entonces tardábamos en comprar un vestido dos o tres años. Después estudié en una escuela de mujeres y a nosotras nos enseñaban labores, en las escuelas de hombres no lo hacían”.

María Rosa Castañón, de 90 años, cuenta cómo con apenas 7 años, en su Rodiezmo natal, se cosía sus propias muñecas: “Cogía retales de tela que quedaban por casa con los que hacía el cuerpo y las extremidades. Las rellenaba con lana que sacaba de los colchones poco a poco, sin que mi madre se diera cuenta”.

A este período de escasez se suma el papel de la mujer que El Régimen quiso implementar por medio de la Sección Femenina, dirigida por Pilar Primo de Rivera, organismo que buscaba educar a las mujeres en los valores domésticos para formarlas como esposas y madres. La sociedad rechazaba el trabajo de la mujer fuera de casa y, por lo tanto, la confección y la costura fueron la grieta por la que las mujeres pudieron acceder a él, al ser una labor aceptada como femenina. Así, muchas mujeres encontraron trabajo fuera del hogar gracias a la costura. Es el caso de Carmen Gabela, de 88 años, natural de Villasimpliz (León), quien a los 21 compró a plazos una máquina de tejer para montar una mercería. “Venía gente de la zona a encargarme chaquetas, jerseys, calcetines… En un día hacía un modelo de chaqueta con cuello smoking al que le guardo cariño porque hice muchas unidades y se vendía muy bien. Tiempo después emigramos a Suiza y allí trabajé en una fábrica de vestidos en cadena. Cada trabajadora hacía una parte del vestido: mangas, falda, talle… Al principio ganaba 300 francos al mes. Estaba muy bien pagado”.

Ana María Soto, de Fuentesaúco de Fuentidueña (Segovia), recuerda desde sus 81 años de edad una oferta laboral que tuvo siendo joven: “Un ayudante del modisto Pedro Rodríguez en Madrid me ofreció entrar a trabajar en su taller. Mi tío me prohibió trabajar allí diciendo que aquello era poco más o menos que un mundo de fulanas. Después me salió la oportunidad de trabajar en una fábrica de impermeables en el barrio de San Blas. Ahí trabajé un año. El sueldo se me iba en pagar a la patrona por la habitación por lo que mi padre me mandaba una cesta con comida del pueblo que siempre acababa en manos de la patrona”.

Debido al ambiente patriarcal en el que respiraron y crecieron estas mujeres, todas las actividades de ocio que desempeñaban desde jóvenes iban dirigidas a labores como la costura. El término “adolescente” no era de común uso en la época, pero ya había cultura de dormitorio similar al que hubo posteriormente, como las revistas para jóvenes. “Chicas, la revista de los 17 años”, era una publicación de los años 50 y 60 destinada a este público objetivo. Entre sus páginas se podían encontrar recetas, consejos de belleza o patrones para hacer tu propio ajuar, como el que muestra la fotografía inferior.

Una de las páginas de la revista ‘Chicas, la revista de los 17 años’.
Una de las páginas de la revista ‘Chicas, la revista de los 17 años’.

“Lo cosíamos todo. Mi madre se hizo incluso la mortaja, el hábito del Carmen, que era una especie de sayo marrón. Con aquello la enterramos. La mortaja era una costumbre muy arraigada. Las mujeres hacían los últimos trajes con los que ellas y sus maridos iban a ser enterrados. Esa costumbre yo ya no la heredé. El ajuar también era otra costumbre de la época. Se hacían, sobre todo, sábanas bordadas para la cama de matrimonio y se guardaban para cuando la moza se casara”, comenta Mª Rosa.

Mientras el Régimen, mediante la Sección Femenina y los medios intentaba aleccionar a las mujeres para hacer de ellas al perfecto “ángel del hogar”, ellas aprovechaban estos espacios estrictamente femeninos para el esparcimiento y la confraternización. “Las mujeres nos juntábamos por la noche a hilar la lana de las ovejas. Así hacíamos los ovillos. Nos lo pasábamos muy bien en aquellas reuniones porque hilabas mientras hablabas con las demás”, cuenta Mª Rosa con una sonrisa. Ese ambiente femenino es también el que narra Ana María, cuyo primer recuerdo sobre la costura fue alrededor de una lumbre baja, donde un grupo de mujeres aprendían a coser. Su madre había montado un taller de costura e impartía clases a jóvenes.

Beatriz Villar, asturiana de 40 años, aunque de otra generación, también recuerda sus inicios en la costura como algo eminentemente femenino: “En casa había un cuarto de la costura con una máquina de coser y un armario lleno de telas donde solo entraban las mujeres y yo notaba una energía especial. Allí me hacían ropa mi madre y mi abuela, que cumple 90 años ahora. Pedí un costurero para poder compartir con las mujeres de mi familia ese espacio que me alucinaba. Allí se contaban anécdotas e historias antiguas y conectábamos creando vínculos que perduran a día de hoy, a pesar de que ya no exista la habitación de la costura” y prosigue: “La costura es algo que el patriarcado impuso a las mujeres y que ellas lo transformaron en momentos de tertulia y de relativo descanso, al poder sentarse y compartir historias mientras arreglaban la ropa de la familia. Yo he dado clases de costura a domicilio y acabé disfrutando de espacios muy seguros con mujeres que nada tenían que ver conmigo, aprendiendo las unas de las otras a coser y a vivir la vida desde la sororidad”.

Las labores textiles vuelven a estar de moda entre las jóvenes a raíz de la tercera ola feminista, que ha tomado esa antiquísima imposición textil sesgada por el género y la ha convertido en un elemento de lucha. Muchas mujeres jóvenes utilizan hoy día la costura, el tejido o el bordado como artefacto político y lo resignifican, dándole un carácter empoderante a la labor. La diseñadora valenciana Mª de los Desamparados García, de 31 años, aborda la costura como un pasatiempo pero también como un símbolo de identidad y diferenciación. “Somos mujeres afortunadas porque tenemos acceso a la historia, a la cultura y podemos transformar lo que empezó siendo un elemento de sumisión. Podemos utilizarlo de terapia, de voz, de imagen, de aprendizaje. Podemos compartirlo, o quedárnoslo para nosotras, podemos hacer lo que queramos con ello”.

En la época de nuestras abuelas no solo era común crear prendas de cero, sino alargar su vida a través de arreglos. “Debía ir a buscar a unos asturianos a los que mi madre les iba a alquilar una habitación. Llevaba un vestido azul que me había hecho mi madre y que me quedaba un poco pequeño así que antes de ir a por los inquilinos, corté un trozo de sábana y se lo cosí a la falda para alargarla. Lo cosí con la Alpha que tenía mi madre, que ya era antigua. Sabía usar la máquina por verla a ella hacerlo. Monté en mi burro y me fui a buscarlos. Aquella fue la primera costura que hice. Tenía 11 años”, recuerda Carmen Gabela.

A menos de 10 km de la casa de Carmen se encuentra Busdongo, el pueblo donde nació el multimillonario Amancio Ortega, fundador del grupo textil Inditex, que cambió la manera de consumir moda en todo el mundo a partir de los años 70. Compañías como la suya producen, según datos ofrecidos por Sustain your style, “un 400 % más de ropa que hace 20 años”, repartidas en decenas de micro colecciones que animan, a través de elaboradas campañas de marketing, a cambiar nuestro fondo de armario continuamente para estar a la altura de lo que la moda exige, arrasando por el camino el medio ambiente y vulnerando los derechos humanos más básicos. El modelo de producción y consumo consiste en todo lo contrario a lo que llevaban a cabo nuestras abuelas, “usamos una prenda una media de 7 veces antes de deshacernos de ella”.

Beatriz suele organizar clubs de costura donde cada asistente lleva prendas que se puedan arreglar para seguir teniendo vida útil: “Los nuevos modelos de producción en países en vía de desarrollo hace imposible competir contra ellos, por eso me parece un acto de rebeldía volver a arreglar ropa, a hacerte un vestido en casa. Es una manera de luchar contra el consumismo sin control y a valorar el tiempo y el esfuerzo que cuesta confeccionar una prenda”.

María de los Desamparados también expresa su rechazo hacia el fast fashion: “Es a la moda lo que la industria cárnica a la alimentación: excesiva, innecesaria y cruel. Hemos crecido con ello y nos hemos insensibilizado. Ni siquiera nos ofrece moda, sino prisas. Lo compras ya o la semana que viene no está. Nos está haciendo caprichosos, nos pone caducidades. Ya no solo en cuanto a líneas estéticas de las prendas sino respecto a tejidos, 50 o 60 lavados y olvídate. Yo quiero conservar mis prendas, no quiero caducidad”.

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