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«Haced lo que queráis con la mascarilla, pero lo de dar besos a hombres desconocidos se acabó»

El abandono de las mascarillas al aire libre y con distancia de seguridad revive la rebelión contra una costumbre prepandémica.

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Getty

A tenor del rigor no científico de los likes y la viralidad de Twitter, un runrún ha invadido y (milagrosamente) unido al internet patrio en las últimas semanas. Desde que el pasado 18 de junio el Gobierno anunciase que para el domingo 26 las mascarillas dejarían de ser obligatorias en exteriores siempre que se cumpla con la distancia de seguridad, un pensamiento nos interpela de forma recurrente. Haciendo scroll nos asaltará esta reflexión en múltiples formas, pero siempre con la misma esencia: aparentemente, nadie está muy emocionado con la idea de volver a darse dos besos. Especialmente, fuera de nuestra burbuja de confianza. Particularmente, cuando toca plantárselos a desconocidos.

Una publicación que dice «Haced lo que queráis con la mascarilla, de verdad, pero lo de dar besos a hombres desconocidos SE ACABÓ. Esa línea se ha marcado y no se toca. Nones negociable. Todo lo demás ya veremos», acumula más de 2.000 likes en Twitter.

«Lo de volver a dar dos besos como saludo por sistema por favor ni en interiores ni en exteriores», otros más de 7.800.

En total, 1.400 personas apoyan «Lo de no dar dos besos a la peña ya se queda para siempre, ¿verdad?…¿VERDAD?».

Unos 5.400 también se angustian ante esta regresión a las antiguas convenciones sociales, como quien tecleó: «Pero lo de saludarnos sin dos besos sigue en pie verdad?».

«Podemos mantener lo de no darnos dos besos con gente que acabamos de conocer?» contó con la aprobación de 1.500 usuarios.

El sentir es tan generalizado que hasta el satírico El Mundo Today zanjó el estado de la cuestión con su artículo Los españoles piden un «gran pacto de Estado» para no volver a dar dos besos como saludo. Decían desde la publicación: «Si hay una sola persona que sigue dando dos besos, los demás quedaremos como unos rancios, por lo que necesitaríamos un gran consenso social, institucional y de partidos para que esto salga adelante». Y añadían que se necesita un «cambio de paradigma radical» y un «gran compromiso social» para erradicar esta costumbre. Que, para evitar momentos incómodos, se establezca de antemano «si va a haber dos besos en la cara al saludarse o no y, si es que sí, a partir de exactamente qué día a fin de que todo el mundo sepa cómo actuar».

Más allá de la guasa, todo este ruido virtual certifica que sí existe cierta voluntad o ganas por cambiar las normas y abandonar ese saludo amistoso que dicen implantaron los soldados romanos (osculum, o beso en la mejilla) hace ya muchísimo tiempo. Que algo se cuece para erradicar ese ritual de carácter no sexual o romántico y evolucionar hacia nuevas estrategias sin tener que replegarnos hacia lo viejo conocido.

¿Por qué los españoles no quieren volver a dar dos besos a desconocidos? El afán por abandonar esta costumbre no es algo repentino. El adiós al besuqueo informal fue uno de los pocos alivios sociales que se celebraron al inicio de la pandemia. Mercedes Cebrián recogía en este reportaje para S Moda cómo desde otras partes del globo —especialmente desde Estados Unidos, bastante torpes en este ritual por falta de costumbre— se congratulaban por el abandono radical por motivos de alerta sanitaria. Muchos respiraban esperanzados ante la posibilidad de zanjar el desconcierto diplomático de en qué sentido, cuántos y cómo darlos se nos presentaba en momentos en los que nos presentan a personas que son de otros países y costumbres.

En tiempos en los que se debate cómo la implantación de la mascarilla también alivió el acoso callejero a las mujeres —cabe enfatizar una vez más que el problema nunca está en cómo se presentan las mujeres libremente al aire libre, sino en la propia educación y nivel de adaptación social del acosador de turno—, requerir espacios personales y seguros acordes a la distancia social no es algo que nos pille de nuevas o que no se haya estudiado.

Según la proxemia —el término que estableció el antropólogo Edward T. Hall para categorizar el uso que hacemos del espacio que rodea a nuestro cuerpo cuando nos relacionamos, delimitando culturalmente qué espacio necesitamos para la intimidad en la organización de nuestra lingüística e interacción con los demás—, la «distancia íntima» se sitúa entre los 15 y 45 centímetros de nuestro cuerpo. Esta teoría, que viene a definir las distintas culturas en función de su relación con la distancia entre las personas, ya sea íntima, personal, social o pública, defiende que si alguien puede rebasar esa frontera, se trataría únicamente de «personas privilegiadas» en nuestra concepción de la territorialidad personal.

Más allá de rebasar ese privilegio personal antropológico y social, el coronavirus también nos hizo conscientes de que en esta costumbre informal tan poco proxémica, si se es un poco torpe, al rozar dos pares de labios se intercambiarán 80 millones de bacterias. Y no están las variantes víricas como para animarnos a la bacanal bacteriológica por saludar cualquier desconocido y fantasear con una vieja normalidad que, probablemente, nadie se atrevería a defender como la buena, única imaginable y la de verdad.

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