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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

«No hay más que contar en una vida trans»: por qué Euphoria está logrando por fin normalizar (y visibilizar) la diversidad

La serie de HBO es un fiel retrato de la realidad: una generación joven que asume la diversidad como normalidad y se encuentra con un muro de prejuicios adultos que interfieren en sus vidas y las deforman con odio, miedo e ignorancia.

Hunter Schafer (Jules) y Zendaya (Rue), en una imagen promocional del episodio especial de 'Euphoria'.
Hunter Schafer (Jules) y Zendaya (Rue), en una imagen promocional del episodio especial de 'Euphoria'.HBO

A cuenta del estéril debate sobre la conveniencia de aprobar una ley integral trans que se está dando entre feminismos, decía el otro día el sociólogo Lucas Platero en una entrevista, que a las generaciones más jóvenes todo esto les suena rarísimo, una marcianada que no se parece en nada o muy poco a su mundo, en el que la existencia de personas trans ha nacido casi superada. Al menos en el mundo tal y como lo entienden ellos justo antes de toparse con la realidad que les precede. Las afirmaciones generacionales siempre son brochazos gordos, no cabe duda. Extraer consensos sociológicos de entre millones de individuos de diferentes estratos de clase, geográficos, culturales y de cuanta variante vital podamos añadir, es prácticamente imposible. Acaso es posible alcanzar a decantar algunos destilados experienciales que, por fuerza, tienen que valer para entender, al menos, lo que nos rodea. En este caso a nuestra juventud más próxima.

En todo caso parece que la generación Z, que va entrando paulatinamente en la mayoría de edad estos años, se aproxima a la disidencia sexual y de género de un modo, si no completamente distinto, sí al menos más claro, más documentado. Los esfuerzos de generaciones anteriores por la representación cultural de las personas LGTB van fraguando en espacios pequeños pero consolidados de visibilización. No es raro que una chica de 14 años sepa perfectamente qué es una persona no binaria; ante la misma pregunta, cualquier persona de mi edad (42 años), probablemente se encoja de hombros o mezcle churras con merinas y acabe dando una miniconferencia sobre “hermafroditismo”, concepto que hace mucho tiempo que está en desuso y que pertenece ya al campo de la mitología o de la sátira.

A finales de los 80 y principios de los 90, las personas LGTB, especialmente las personas trans, aparecían en los medios de tres únicas formas: como burla, como fetiche sexual prohibido o para morirse, bien de sida, bien de una paliza. En 1986, los niños y las niñas de mi generación aprendimos en una película para toda la familia, Cocodrilo Dundee, que era lícito manosear los genitales de una mujer trans para comprobar qué había bajo la ropa y, dependiendo de ello, que era lógico reírse de ella, agredirla y echarla de un bar con la connivencia de los parroquianos y las burlas de los espectadores. En 1992 se estrenaba The Crying game. Teníamos catorce años y se nos enseñó que vomitar al descubrir que tu ligue es una mujer trans, es una reacción normal. Y que recriminárselo con violencia es lo mínimo que un hombre debe o puede hacer. Un par de años después, en el 96, Ace Ventura nos hizo reír a carcajadas en el cine viendo como Jim Carrey vomitaba, se pasaba un desatascador por la boca y se rascaba la piel con un estropajo llorando bajo la ducha, porque había besado a una mujer trans sin saberlo.

Utilizo el plural inclusivo para no trabar la redacción. Por supuesto que lo último que hice en el cine, viendo estas películas, fue reírme. En la proyección de una de ellas me oriné encima del pánico. Después de las tres (y otras), entendí que, o mi vida transcurría en secreto, o estaba destinada únicamente a producir asco o carcajadas. Que nunca tendría derecho a ser amada, ni respetada.

Veo estos días Euphoria, que estrena estos días su capítulo doble especial. Veo a Hunter Schaffer pinchándose estrógeno ante el espejo con la misma naturalidad con la que después, en la misma escena, elige su ropa y se maquilla. La chica trans armarizada que fui pega un respingo ante la pantalla, dice “ay” en voz alta y se emociona un poco. No demasiado porque la escena sigue como si nada y casi no hay tiempo para registrarlo. Han presentado al personaje, es trans, de acuerdo, siguen adelante que hay otras cosas más importantes que contar.

No sé si esto es “normalidad”, ni me interesa, lo que si sé es que es verdad. No hay más que contar en una vida trans por sí misma, la narrativa del dolor viene desde fuera, es lo que nos hacen, no lo que somos. En condiciones de igualdad absoluta nuestra vida sería como la de cualquiera, excepto por un pinchazo, un parche, un gel o un comprimido. El mismo drama que usar un aerosol a diario para dilatar los bronquios, vaya. Ninguno. Y eso de quien necesite las hormonas.

De eso, precisamente, trata Euphoria y retrata con bastante éxito a la generación Z y de paso al resto. El problema no es ser trans, lesbiana, gay o gorda. El problema es lo que el mundo hace con todo eso. Caen dos vendas en la serie y en la vida. La de una generación joven que asume la diversidad como normalidad y se encuentra con un muro de prejuicios adultos que interfieren en sus vidas y las deforman con odio, miedo e ignorancia. Y la de una generación adulta que se lleva las manos a la cabeza porque una serie enseña a chavales de la edad de sus hijos teniendo relaciones sexuales, emborrachándose y sufriendo por amor. Como si los de verdad, los de fuera de la pantalla, vivieran en un limbo de pureza hasta la edad adulta, en la que descubren el placer, el dolor y el vicio de golpe.

En la vida y en la serie, la comunicación entre padres, madres, hijos e hijas, no funciona. Es un baile de mentiras piadosas, medias verdades, cegueras voluntarias y desconfianza. Como la vida misma, vaya. Pero de un modo u otro esa comunicación intergeneracional debe darse, al fallar la que depende de sus actores, se filtra por las costuras, se extrae de la peor manera, a escondidas y de secreto en secreto. La pornografía que Nate encuentra en el cajón de su padre, que resulta ser un abusador en serie y un ser atormentado por el armario. La aparente normalidad en casa de Jules que es de todo menos normal. La incapacidad de Rue para pedir ayuda de forma efectiva a su madre. Todo son esquinazos, ocultamientos y miedos. Las personas LGTB de mi generación, crecimos así, seleccionado muy bien qué decir y qué no decir. Actuando y adaptándonos al entorno para minimizar el sufrimiento. Spoiler: sale mal. La comunicación intergeneracional, la familiar, incluso la comunicación cultural, ha de darse en condiciones de honestidad total y respeto absoluto. Sabiendo que todo el mundo, y sí, lo siento, tu hija también, tiene comportamientos, prácticas, deseos y miedos difíciles de digerir. Euphoria muestra con brillantez esos dos niveles vitales. El teatro vacío de gestos y el subsuelo que, en el fondo, nadie quiere ventilar.

No estamos bien. Nadie. Ninguna generación. Las mayores hemos conseguido avanzar y hacer el mundo de las más jóvenes más ancho. Del mismo modo, celosas por esa ruptura de la clandestinidad, nos ha dado por exigir pruebas de sufrimiento a la gente joven para permitirles mostrarse tal y como son, cosa que ya están haciendo y que corren peligro de dejar de hacer si no les dejamos vivir como nos hubiera gustado hace treinta años. Que lo que tengan que aprender de nosotros y nosotras sean nuestros errores y aciertos contados en primera persona y sin ahorrar detalles. Que la confianza pueda ser mutua aunque duela. Un legado de oscuridades y cosas que se pudren en los armarios es un legado envenenado. Que lo bueno que hemos conseguido para ellos y ellas no se lo hagamos pagar. Y, por favor, Zendaya, Rue, hija, habla con tu madre. Qué me vas a matar de un disgusto.

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