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Elogio de la madrastra: cómo ha pasado de ser una figura tenebrosa a una mujer cómplice

Las nuevas estructuras familiares llevan a la proliferación de las ‘madres bis’, que no siempre encuentran facilidades a la hora de desempeñar ese papel difícil.

Kamala Harris y Jill Biden tienen en común con Melania Trump que todas son madrastras.
Kamala Harris y Jill Biden tienen en común con Melania Trump que todas son madrastras.Getty

No parece probable que Kamala Harris, Jill Biden y Melania Trump vayan a charlar en un corrillo en los próximos meses –de todos los escenarios abiertos en torno a las elecciones estadounidenses el que menos se imagina nadie ahora es uno que incluya una toma de posesión tradicional, con su protocolo decoroso– pero si lo hicieran quizá se darían cuenta de que entre las pocas cosas que tienen en común esas tres mujeres tan distintas es que las tres son madrastras.

Harris se convirtió en la ‘madre bis’ de dos adolescentes, ahora veinteañeros, al casarse con Douglas Emhoff. Los tres suelen presumir de la excelente relación que tienen y se sabe que los hijastros la han bautizado como “momala”, una contracción de “mom” y “Kamala”. A Harris le gusta decir que la familia que ha formado con Emhoff es “incluso demasiado funcional”, ya que se lleva muy bien con la primera mujer de su marido. “Las dos hemos sido cheerleaders en las competiciones de natación y baloncesto de los chicos”, contó en una entrevista, en la que también reveló que fueron precisamente conocer a Cole y Ella –que se llaman así por John Coltrane y Ella Fitzgerald– lo que la convenció de que Emhoff valía la pena.

El caso de Jill Biden es mucho más dramático. Biden se convirtió en la progenitora de Beau y Hunter Biden, los hijos de Joe Biden, cuando estos tenían seis y cinco años y muy reciente la pérdida de su madre y su hermana pequeña en un accidente de tráfico. Los Biden suelen contar que él tuvo que pedirle a ella matrimonio cinco veces hasta que dijo que sí y ella lo atribuye a que se encariñó tanto con los niños que tenía que estar segura de dar ese paso. “Ya habían perdido a una madre, no podían perder a otra”, suele decir.

Y luego está el complicado árbol genealógico de la familia Trump. Al casarse con Donald Trump, la eslovena Melania Knavss se convirtió nominalmente en la madrastra de los tres hijos del primer matrimonio de su marido, Donald Jr., Eric e Ivanka –con el mayor solo se lleva siete años– y de la única hija de Donald con su segunda esposa, Tiffany. Puesto que Tiffany apenas es una figurante en la telenovela políticosentimental de los Trump, la prensa siempre se ha centrado en las tiranteces entre Ivanka y Melania, que en términos de relato tradicional adoptarían los roles de hija amantísima y concubina. A nadie le importa demasiado cómo se lleva Melania con los hijos varones de su marido.

Si los hijastros de Kamala Harris se inventaron esa manera de evitar el stepmother es porque en inglés suena casi tan ominoso como en castellano madrastra, y tiene las mismas connotaciones negativas. Step, el prefijo que se aplica a todos los parentescos por matrimonio, viene de stoep, que significa pérdida en inglés antiguo: la madre que uno adquiere cuando pierde a su verdadera madre. En castellano, madrastra, padrastro e hijastro se forman con el llamado sufijo despectivo, el -astro, el mismo que se usa para decir que una cama es cutre e incómoda (camastro) o que un poeta junta mal los versos (poetastro).

En el diccionario de la RAE, la segunda acepción de “madrastra es “mujer que trata mal a los hijos” y da como ejemplo un sentido figurado: “la naturaleza es madrastra de los hombres”. Por una vez, la lengua española no aplica un sesgo sexista (el que hace por ejemplo que ser muy zorro sea ser muy listo y muy zorra, mala y promiscua) y padrastro tiene también un eco maligno. Su segundo significado es “mal padre”. El escritor Alejandro Zambra explicó en una entrevista con Librotea que el origen de su última novela, la excelente Poeta chileno (Anagrama), está ahí, en un día que consultó la palabra padrastro en el diccionario de la RAE y se pasó el día entero “enojado con el diccionario y con la RAE y con el mundo y conmigo mismo”. En su novela, que tiene una parte titulada Familiastra, un hijastro, Vicente, y un padrastro, Gonzalo, conviven durante un tiempo, se desencuentran y se reencuentran y en cada uno de esos procesos les acompaña el amor y el dolor.

Por mucho que se enfadara Zambra (con razón) con el diccionario, el estereotipo del padrastro, si bien sexualmente turbio, no tiene la cargadísima herencia cultural que tiene el de la madrastra. En Hansel y Gretel, la madrastra convence al padre para que abandone a los niños en el bosque, en Cenicienta la madrastra utiliza a la hijastra de criada y le prohíbe ir al baile a conocer al príncipe, en Rapunzel la madrastra encierra a su hija postiza en una torre y en Blancanieves directamente la intenta matar. Con esas expectativas, sería comprensible que un niño se acongojase ante la posibilidad de adquirir una nueva madrastra.

Ahora se sabe que en las primeras versiones de esos cuentos que escribieron los hermanos Grimm basándose en fábulas tradicionales, algunas de esas madrastras eran en realidad madres. Los Grimm publicaron dos ediciones distintas de la mayoría de sus Cuentos reunidos, una en 1812 y otra en 1857, y ese fue uno de los principales cambios: convertir a algunas de esas madres en madrastras y hacer de ellas la vasija que depositaba todos aquellos aspectos desagradables de la maternidad como la tiranía, la crueldad o los celos. Así, en la primera versión de Blancanieves es la madre quien quiere matar a la hija simplemente porque se ha vuelto más guapa que ella, y lo mismo en Hansel y Gretel. A la madre le molestan esos niños y persuade al padre para librarse de ellos.

La madrastra encierra a Rapunzel en una torre.
La madrastra encierra a Rapunzel en una torre.

Una explicación probable para ese cambio es que las primeras ediciones de los Grimm no estaban pensadas específicamente para niños sino para académicos y estudiosos y fue luego cuando el público de sus popularísimos libros se concentró en la infancia cuando buscaron proteger a las criaturas y hacerles creer que el mal nunca estaría dentro de la familia, sino fuera y que tendría forma de intrusa. En ese momento, la mortalidad en el parto era frecuente, o sencillamente era más habitual que una mujer muriese joven y que su viudo se volviese a casar y ahí la sabiduría popular tenía bastante claro que quien llegaba después consideraba a los hijos de la primera pareja un estorbo y un obstáculo para la prosperidad de sus propios hijos o para la felicidad  de su propio matrimonio. El cliché llegó casi intacto a mediados del siglo XX: véase la baronesa Schroeder en Sonrisas y lágrimas, cuyo principal plan si se convierte en madrastra es enviar a los siete Von Trapps directos al internado. En los últimos años se han escrito varias defensas irónicas de la baronesa como “zorra subversiva” pero la mayoría de relecturas modernas del rol de la madrastra no van por ahí, ni tampoco siempre toman el camino de su rival en el corazón del capitán Von Trapp: no siempre el rol actual de la madre bis exige o siquiera permite convertirse en una abnegada, entregada, cantarina y costurera übermadre como fraulein Maria.

La tasa anual de divorcios en España es de dos por cada mil habitantes y la media de duración de los matrimonios de 16,7 años. Es casi imposible saber cuántas familias reconstituidas existen, puesto que en muchísimos casos estas se generan y se disuelven sin que haya papeles de por medio (el 46% de los bebés nacen ya de parejas no casadas). En cualquier caso, sí que es enormemente frecuente que los niños se críen con padres y madres “extra” y a veces varios a lo largo de su vida y que esos roles tengan mucha más presencia, sobre todo desde la generalización de la custodia compartida, que pone a hijastros y madrastras bajo el mismo techo dos de cada cuatro semanas.

Entre toda esa casuística, hay decenas de maneras de ejercer la madrastría, desde la que se involucra del todo a la que se mantiene al margen pasando por la que hace un momala y se centra en ir al baloncesto y a la natación los sábados.

“Soy madrastra y eso significa –por ejemplo y entre otras cosas– que no puedo hablar de mi hijastra en este –ni en ningún– texto”, escribía la autora y política Jenn Díaz (es diputada en el Parlament catalán por ERC) en un artículo titulado Madrastra que publicó hace cinco años en El Hilo Mental, su contribución a una serie muy polémica de artículos sobre la maternidad. Allí, Díaz resumía esa sensación de no ser nunca una cosa ni la otra y la orfandad de modelos para la madrastra actual: “No tienes obligaciones ni deberes con el niño, puesto que no es tuyo… pero en la práctica convives con él y por lo tanto te implicas. No tienes deberes, decía, pero también te quedan limitados el amor y los derechos”.

En ese momento, Díaz tenía 27 años y comentaba: “Cuando leo artículos, debates, comentarios, novelas sobre la maternidad, a menudo me siento más identificada con la madre que con la no-madre, pero estoy en el limbo… porque a las madres no les interesa que haya personas como yo. Eso quiere decir: personas que quieran, mimen, eduquen, guíen y enseñen a sus hijos como lo haría una madre. No sustituyendo a la madre, pero sí ampliando el concepto de maternal”.

Los argonautas (Tres Puntos Ediciones), el ensayo/memoria de la escritora Maggie Nelson, es quizá uno de los relatos más representativos y citados de la última década de lo que supone la transformación de la familia nuclear. Cuando se habla sobre Los argonautas siempre se dice que va de una mujer cuya pareja, el artista Harry Dodge, pasa por un proceso de transición de género (toma testosterona y se extirpa los senos) justo cuando ella se queda embarazada de un donante de esperma. Pero no se suele hablar de la pieza extra de esa familia rabiosamente contemporánea, el hijo de tres años que aportaba Dodge de una pareja anterior y con el que Nelson descubre la ternura de lo maternal, que antes rechazaba, y le hace querer tener su propio hijo. Es decir, es también un ensayo sobre la madrastría.

Otra escritora que casualmente proviene del mismo sello, Graywolf Press, Leslie Jamison, hizo el mismo camino que Nelson, fue madrastra antes que madre, aunque en una situación más parecida a la de Jill Biden. Jamison conoció a su exmarido, el escritor Charles Bock, después de que este perdiera a su primera mujer por leucemia. Ambos tuvieron una niña, Lily. En su último libro de ensayos, aún no traducido en España, Make it scream, make it burn, Jamison dedica un texto a Lily y a su condición de madrastra. Explica, por ejemplo, cómo el día que iba a conocerla entró por primera vez en su vida en un Disney Store buscando desesperadamente algún objeto de Frozen. El dependiente le miró con cara de pena: “Hay una escasez nacional”. No quedaba nada de Frozen. Cuando ya se disponía a viajar una hora para ir hasta un Toys’r’us que podía prometerle un poco de merchandising de la princesa de hielo, encontró en el Disney Store algo azul, un trineo. Se sintió victoriosa. Al llamar a su novio para explicárselo, él le preguntó: ¿cómo tiene el pelo la princesa?. “No sé, ¿rojizo?”. En la voz de él pudo detectar la decepción: no era la princesa correcta. Fue su primera introducción al mundo de los “pequeños humanos volátiles” y un ejemplo de la curva de aprendizaje a la que se enfrenta la madrastra, que tiene que aprenderlo todo sobre los niños en general (si no los tiene propios) y sobre esa familia en particular, a la que se ha presentado como quien llega a una serie en la cuarta temporada.

Jamison cuenta que durante mucho tiempo se torturaba imaginando que la madre muerta de Lily lo hubiera hecho todo mucho mejor. “Me castigaba cuando perdía la paciencia, cuando la chantajeaba, cuando quería huir. Me castigaba por resentirme cuando Lily venía a nuestra cama, noche tras noche, que no era siquiera una cama sino un futón que sacábamos en el salón. Con cada sentimiento que tenía, me preguntaba: se sentiría así un a madre real?”. Una de sus conclusiones finales es que pensar en las familiastras es relevante no solo por una cuestión de estadística (más del 10% de las estadounidenses lo son) sino porque ser padrastro o madrastra cuestiona las nociones heredadas sobre la familia, “que es mucho más que biología, igual que el amor es mucho más que instinto”.

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