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De Lewinsky a ‘El buen patrón’: desmontando el mito de la becaria buscona

¿Qué diferencia a la becaria de ‘El caso Lewinsky’ con las de la cinta de Fernando León de Aranoa? Que la serie sí se rebela contra el cliché cosificador de las jóvenes en prácticas seducidas por el poder masculino envejecido

Almudena Amor es Liliana en 'El buen patrón'.
Almudena Amor es Liliana en 'El buen patrón'.

Escribía Ross Perlin (autor de Nación de becarios: cómo no ganar nada y aprender poco en la valerosa nueva economía) que vivimos en una sociedad en la que «ya se considera normal trabajar sin cobrar», que «ha subido tanto el número de becarios que apenas hay vacantes para gente sin experiencia», que «ya no basta con hacer prácticas en un empresa: has de hacer en cuatro o cinco» y que una persona joven puede pasarse «de tres a cinco años haciendo prácticas» buscando incluso un trabajo para financiarse su propia beca no remunerada. En la era en la que los becarios sostienen un sistema laboral usados como pañuelos de usar y tirar, urgía una revisión al injusto y misógino mito de la becaria vista como una vampiresa sexual y femme fatale.

Los recientes estrenos de El buen patrón y El caso Lewinsky en cines y en televisión ofrecen dos visiones muy diversas sobre cómo son vistas y percibidas esas mujeres jóvenes que mantienen una relación consentida con unos jefes que les doblan la edad mientras ejercen sus prácticas. Dos visiones antagónicas pero enmarcadas en producciones que buscan, a su manera, crear en el espectador un poso de denuncia social. ¿Qué las diferencia?

«La reina de las mamadas de América»

Algunos motes, apodos o expresiones que se han escrito sobre Monica Lewinsky desde que destapó su relación con Bill Clinton: «El revolconcito» (The Washington Post); «loca narcisista» (Hillary Clinton); «una boba cualquiera» (Betty Friedan); «becaria malcriada con ansia de poder por un trabajo en Revlon» (Maureen Dowd en The New York Times, por el que se llevaría un Pulitzer); «¿Puedes imaginar a un chaval joven presentándola a sus padres y diciendo: ‘Me voy a casar con ella’?» (la doctora Joyce Brothers en el Today Show). El «¿qué se siente al ser la reina de las mamadas de América?» no lo dijo ningún famoso, pero se lo espetó un desconocido micro en mano a la propia Lewinsky en la ronda de preguntas al presentar un documental. No sorprende, entonces, que «necesitaré otro año más de terapia después de esta pregunta» fuese su respuesta. Tampoco que cuando ella misma lanzase #DefyTheName (Desafía al nombre) casi 20 años después de su escándalo para que la gente compartiera los insultos que recibía y los incorporara a su nombre en redes, ella misma escogiera «Monica Chunky Slut Stalker That-Woman Lewinsky» (Monica Gorda Putón Acosadora Esa-Mujer Lewinsky).

De Monica Lewinsky se ha dicho de todo. Hubo un tiempo en el que solo faltaba decir su nombre de pila para entenderlo. En 1998 y en una época en la que millones de estadounidenses vivían enganchados a la serie Friends, «ser una Monica», hablando en plata y sin tener que decir nada más, significaba ser una golfa.

A la izquierda Beanie Feldstein y Clive Owen recrean uno de los momentos en los que Monica Lewinsky y Bill Clinton fueron vistos (y retratados) públicamente.
A la izquierda Beanie Feldstein y Clive Owen recrean uno de los momentos en los que Monica Lewinsky y Bill Clinton fueron vistos (y retratados) públicamente.Atres Media/ Time

Mucho se ha escrito sobre por qué Monica Lewinsky es una de las productoras de El caso Lewinskyla tercera entrega de la antología American crime story que lideran Brad Falchuk y Ryan Murphy. La serie sigue los desencadenantes que llevaron al juicio político de Bill Clinton en la segunda petición de destitución (impeachment) en la historia de Estados Unidos. Un vestido de Gap manchado por el semen de Clinton que nunca lavó su dueña fue la prueba definitiva de que el presidente de los EE UU (51 años en el momento de los hechos) y una de sus antiguas becarias (Lewinsky, por entonces, 22 años) habían mantenido encuentros de carácter sexual en la Casa Blanca. Un hecho que ambos habían negado y firmado en sendas actas judiciales con anterioridad. El perjurio de aquellas actas sería la base sobre la que se sostuvo el caso con el que el fiscal Kenneth Starr quiso tumbar a Clinton.

Aunque pueda parecer un proceso revictimizador, tiene lógica que la propia Lewinsky produzca y ponga su nombre a un proyecto que analiza los años en los que fue machacada socialmente y hasta se planteó el suicidio por todo lo que se dijo de ella. En el post #MeToo y al calor de la cuarta ola feminista de la última década, cuando la pedagogía feminista ha popularizado resignificar de forma justa las vidas de las mujeres difíciles desde el #FreeBritney a la mitología que revisita Mary Beard, faltaba redimir a la que fue etiquetada como la «becaria buscona» más famosa del planeta.

La supervivencia del mito del «pobre imbécil»

Una de las cosas que más llama la atención de El caso Lewinsky es que la serie ha querido enfatizar visualmente la diferencia de edad que separaba a Monica Lewinsky de Bill Clinton en el momento de su affaire consentido, que se perciba claramente ese desequilibrio de conocimiento y poder. Interpretada por Beanie Feldstein, la Monica de El caso Lewinsky desprende cierta fragilidad naíf de niña privilegiada de Beverly Hills (Lewinsky lo era, fue al instituto que salía en Sensación de Vivir, y compartió clase con Tory Spelling o el hijo de Katharine Graham, la mítica editora de The Washington Post). Una joven bastante «desastrosa» (así la describió Andrew Morton en My Story, la biografía de Lewinsky que firmó poco después del escándalo) y lo suficientemente ingenua como para creer que lo suyo «con el líder del mundo libre» (como tanto repite su personaje en la serie) fue una historia de amor.

Hasta ahora, El caso Lewinsky no ha emitido en España cómo se desarrollará después ese juicio moral global sobre la becaria de la Casa Blanca. Aquella narrativa de la jovenzuela malvada y con mala fe que engatusó a un hombre casado, carismático y encantador fue la que dominaría el tono de los medios de comunicación durante el impeachment –una periodista de The New Yorker llegó a escribir «mis amigas y yo nos acostaríamos encantadas con Clinton y no se lo diríamos a nadie»–. Bill Clinton, que le doblaba la edad y era su superior en el momento de los hechos, siempre fue caricaturizado como un pobre imbécil incapaz de resistirse a los encantos de una joven que nunca negó su sexualidad o que disfrutase del sexo. No ha sido la única vez que ha pasado.

El arquetipo de la joven atractiva ansiosa de poder que seduce en el lugar de trabajo a un cincuentón incapaz de no rendirse a sus encantos ha estado tan arraigado que hasta la sacrosanta feminista Gloria Steinem echó un capote a Clinton en su día y luego se arrepintió. Basta con teclear «slutty intern» (becaria golfa) en Google y que aparezcan sus casi ocho millones de resultados (casi todos redirigen a videos porno) para entender cómo ese cliché persiste en el imaginario colectivo. Por eso Meredith, en la tercera temporada de Anatomía de Grey, años antes de convertirse en una de las doctoras más respetadas de Seattle y tras mantener una relación consentida con el doctor macizo, vivía con miedo a morirse «y que solo se me recuerde como la residente buscona».

Fantasía y realidad

«Me acuesto con él y punto», decía poniendo morritos una joven dispuesta a ligarse a su jefe en un polémico anuncio de Desigual en 2012. Una década después, desde el caso Weinstein a lo que recoge Jordi Amat sobre Alfons Quintà con las mujeres de TV3 en El hijo del chófer o al caso de Zhou Xiaoxuan, la becaria de la televisión estatal china acosada por un famoso presentador, cuando los crudos testimonios de trabajadoras jóvenes acosadas por sus jefes han asaltado el relato mediático para resignificar la realidad a la que se enfrentan unas empleadas carentes de poder en esa relación vertical, una reciente película española ha reabierto el debate sobre la persistencia de cierto imaginario misógino y retrógrado sobre esas jóvenes y sus aspiraciones sexuales.

Javier Bardem y Almudena Amor en un momento de ‘El buen patrón’.
Javier Bardem y Almudena Amor en un momento de ‘El buen patrón’.

«¿Es creíble, en 2021, que una becaria de veintipocos esté enamorada hasta las trancas de ese sesentón rancio y obsesionado con el trabajo que dirige una empresa de básculas heredada?», se preguntaba recientemente Manuel Guedán en una columna en El Periódico de España a propósito de la «poca verosimilitud» del personaje de Liliana (Almudena Amor), la becaria sexi que mantiene un idilio consentido con Bardem, ese jefe-cacique de provincias que protagoniza El buen patrón. «Pero es que no es solo ella: en la primera escena vemos cómo otras empleadas jóvenes—se nos da a entender que también se han acostado con él— dejan la empresa todavía subyugadas: le lanzan miraditas al jefe y, gustosas, se dejan poner la mano en la cadera», añadió, sobre esa primera secuencia en la que se ridiculiza a las jóvenes que han terminado su periodo de prácticas en la empresa. A esas críticas se sumó Irantzu Varela desde Píkara: «Ella, con su inocente mirada y su perversa belleza, le seduce, pérfida femme fatale, sin que él pueda evitar caer en sus redes […] No es para nada un estereotipo patriarcal ni una proyección de heteruzo mayor. Es ‘cine social», escribió.

En 2018, casi un millón y medio de becarios trabajaba sin cotizar y sin cobrar un duro en España. En un país marcado por el precariado, cuando los relatos de vulnerabilidad extrema, de prácticas encadenadas sin ingresos y de promesas incumplidas se repiten en las crónicas que se acercan a la juventud española, tiene cierta lógica que irrite esa imagen estereotipada de la becaria vista como una vampiresa sexual, especialmente en una película con espíritu y voluntad de denuncia social. Por suerte, ahí están esas otras ficciones en las que las jóvenes en prácticas o recién llegadas luchan por su supervivencia laboral sin ser cosificadas o reducidas a estereotipos de misoginia social. Como las ingeniosas, espabiladísimas y, claro que sí, calientes, becarias de la serie Industry (HBO) o el escalofrío que nos recorre al ver The assistant y comprender lo que pasa realmente cuando el último eslabón de una empresa intenta denunciar a su jefe acosador. Mucho más creíble que ese supuesto flechazo ante un sexagenario que se cree ingenioso y juguetón.

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