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Con hierbas altamente tóxicas, limpiadores del hogar u hongos: así abortaban las mujeres antes de la legalidad

Ya fuese a través de comentarios en voz baja, reuniones y envíos por correo, recetas de infusiones botánicas o falsas listas de la compra, las mujeres siempre transmitieron su conocimiento para prevenir o terminar un embarazo.

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«Para este infortunio, debe purgar con frailecillo de cuba una semana antes de que espere el retraso y repetir lo mismo dos días después. A la mañana siguiente, beba un cuarto de menta poleo con doce gotas de licor amoniacal y otra cantidad igual por la noche cuando se vaya a la cama. Continúe esto nueve días seguidos, descanse tres y continúe el proceso nueve días más». Este tratamiento para infortunios o desgracias, según la traducción escogida, apareció por primera vez en el libro The Instructor, escrito por Ben Franklin en 1748. El libro era una guía general de saber hacer destinado a las colonias estadounidenses, que enseñaba desde matemáticas hasta normas para la escritura de cartas, pasando por diversas fórmulas para el cuidado del hogar, y que también incluía esta receta para abortar en casa. Este detalle en una obra del inventor del pararrayos, de las gafas bifocales y uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos es una prueba de que el aborto ha estado presente en la vida de las mujeres a lo largo y ancho del planeta desde hace siglos, y muy específicamente en el país donde está en peligro ahora mismo. Se trata también de una muestra interesante sobre lo peligroso que ha sido y es para el cuerpo de la mujer y del feto abortar sin regulación y sin atención médica. Un testimonio que demuestra que, a lo largo de la historia, la falta de legislación y de asistencia profesional sanitaria ha provocado situaciones inseguras y arriesgadas en la salud de las mujeres que no querían continuar con su embarazo. 

La «receta» de Ben Franklin ha vuelto ahora a la actualidad cuando el medio estadounidense Slate la utilizó la semana pasada para responder a la opinión firmada por el juez conservador Samuel Alito, que podría anular la histórica sentencia del caso Roe contra Wade de 1973 que legalizó el aborto en Estados Unidos, donde escribía que «el derecho al aborto no está profundamente arraigado en la historia y tradiciones de la nación».

Ahora que los derechos reproductivos están en la conversación en muchos países en todo el mundo –se acaba de conocer el borrador de la nueva ley del aborto en España que permite a las jóvenes a partir de los 16 años abortar sin permiso de sus padres– es interesante recordar que Ben Franklin no fue el primero en publicar una receta para abortar en un libro, pero sí fue el primero, como informaban desde Slate, en incluirlo en un libro que, en términos actuales, podría ser considerado un bestseller: una guía que todo buen estadounidense debía tener en su hogar para favorecer su correcto funcionamiento.

Quizás el derecho al aborto, como argumentó el juez, no estuviese arraigado a la Historia, con mayúsculas, de Estados Unidos hasta que en 1973 una mujer bajo el seudónimo Jane Roe, que quiso abortar en un estado donde era ilegal, interpuso una demanda contra el fiscal del distrito local, Henry Wade, alegando que las leyes de aborto de Texas eran inconstitucionales, llegando a cambiar las leyes del país. En realidad, el aborto o la búsqueda de métodos que permitieran a las mujeres interrumpir embarazos no deseados sí se encuentran arraigado a la historia de letra pequeña de Estados Unidos, una historia contada en susurros. Y a la historia de la humanidad, en realidad.

Los remedios naturales para provocar «la vuelta de la menstruación», como solían referirse al aborto, han sido comunes en todas las épocas y lugares: los griegos y los romanos en el siglo VII a.C consiguieron extinguir en menos de 100 años una planta milagrosa denominada silfio que, entre sus muchas propiedades médicas, se daba con vino a las mujeres para provocar «hemorragias vaginales». Plantas como el eléboro negro, altamente tóxico, u hongos como el cornezuelo, también conocido como «polvo para parturientas» eran algunos de los remedios que se describían como eficaces a la hora de provocar un aborto. Sin embargo, muchos de estos conocimientos no dejaban registros escritos, como sostiene John M. Riddle, historiador estadounidense, especialista en historia de la medicina y autor del libro Contraception and Abortion from the Ancient World to the Renaissance (Contracepción y aborto desde la época clásica hasta el renacimiento): gran parte del conocimiento sobre anticoncepción pertenecía a una cultura oral, centrada en la mujer, donde desde la antigüedad hasta el siglo XVII, las mujeres tenían el monopolio del parto y el tratamiento de los asuntos relacionados y las informaciones pasaban de abuelas a madres y de madres a hijas, siendo asuntos considerados menores y femeninos. 

El eléboro negro fue una de las plantas que se recomendaban para practicar abortos. Hoy en día se conocen sus propiedades altamente tóxicas.
El eléboro negro fue una de las plantas que se recomendaban para practicar abortos. Hoy en día se conocen sus propiedades altamente tóxicas.Nastasic (Getty Images)

Para encontrar registros escritos hay que dar un salto en el tiempo y leer entre líneas: en 1699, otra guía para todo que sirvió como modelo a la Franklin titulada Young Man’s Companion, ya incluyó una receta para «provocar el período» que recomendaba mezclar planta de cenizo (conocida por sus propiedades laxantes y ligeramente sedantes) con «unos tragos de vino blanco bajo la luna llena». En 1794, Carl Linnaeus, considerado padre de la botánica, incluyó cinco hierbas abortivas en su Materia medica. A partir del siglo XVIII y XIX, a las conversaciones de cocina a puerta cerrada se le unieron algunas charlas públicas y diversas publicaciones que servían como guía para mujeres que querían evitar el embarazo o provocarse un aborto. Esto se debió a que en Estados Unidos en 1873 entró en vigor la ley Comstock, que contenía una serie restricciones al envío de escritos y objetos eróticos por correo y que también contemplaba aquellos objetos relacionados con salud sexual y reproductiva por considerarlos «inmorales». Esta ley criminalizó la obtención, producción o publicación de información sobre anticoncepción, infecciones sexuales o sobre cómo provocar un aborto.

En 1887, una madre soltera residente en Nueva York llamada Sarah Chase, graduada del Cleveland Homeopathic College, se dedicó a dar charlas sobre sexualidad a grupos de hombres y mujeres. Al finalizar cada charla, vendía una serie de productos anticonceptivos que también vendía por correo. Este serie de artículos prometían «restaurar la menstruación» o, dicho de otra forma, provocar abortos. Algunos de estos productos eran esponjas o enemas vaginales. Durante una de esas charlas, Chase vendió uno de esos enemas vaginales a un hombre que quería comprarlo para su mujer. Aquello fue una trampa y Chase fue detenida.

Como explican en el artículo de Atlas Obscura titulado La guía secreta de las mujeres del siglo XIX para controlar el embarazo, «emprendedoras valientes, algunas de ellas mujeres como Sarah Chase, fabricaron anticonceptivos y abortivos (que no siempre eran seguros o efectivos), esquivaron a las autoridades y pasaron tiempo en prisión, mientras que la información sobre cómo obtener y usar estos artículos se transmitía entre las mujeres a través de lenguaje codificado y las redes de susurros». Algunos de estos abortivos podían encontrarse en el supermercado: utilizando los conocimientos sobre química, las mujeres se recomendaban productos para el hogar que, consumidos, podían interrumpir un embarazo no deseado. En otros casos, se utilizaban una serie de eufemismos, como el mencionado «restaurar la menstruación», a los que se añadían aquellos que prometían «limpiar el útero» o «liberar el bloqueo». Madame Restell, quizás la más famosa abortista del siglo XIX, que residía en Nueva York y se anunciaba como «médica femenina» en periódicos como el Herald o el New York Times, publicaba en su anuncio la venta de «polvos preventivos» o «píldoras mensuales femeninas».

Restell se suicidó en 1878 tras ser acusada de delito bajo la nueva ley Comstock. Sarah Chase fue arrestada en numerosas ocasiones, pero solo pisó la cárcel una vez, cuando una de sus pacientes murió a causa de un aborto. Sus métodos, sin embargo, ya se habían popularizado y otras mujeres ocuparon sus lugares con el objetivo de ayudar a otras mujeres. En 1912, una enfermera de Nueva York llamada Margaret Sanger, vio una fila de cincuenta mujeres, la mayoría de ellas inmigrantes, que esperaban para hacerse un aborto por cinco dólares porque carecían de acceso a métodos anticonceptivos. La terrible situación a la que se enfrentaban estas mujeres hizo que la joven enfermera hiciera de los derechos sexuales y reproductivos su causa, lo que le llevó a publicar la serie de textos que terminarían convertidos en el libro Lo que una chica debe saber, donde daba consejos e información sobre salud sexual a las mujeres. Más adelante, fundaría con ayuda de otras activistas la Liga Nacional para el Control de la Natalidad, lo que sería el germen de Planned Parenthood, el mayor proveedor de servicios de salud reproductiva en Estados Unidos, que a día de hoy incluye el aborto inducido.

Ya fuese a través de comentarios en voz baja y a puerta cerrada, de charlas y discretos envíos a domicilio, de recetas de infusiones botánicas, de esponjas o de falsas listas de la compra, las mujeres siempre buscaron subterfugios y transmitieron su conocimiento para prevenir o terminar un embarazo: los abortos y el control sobre el embarazo han existido siempre, desde mucho antes de 1973, cuando se legalizaron en Estados Unidos. El tiempo y la evolución del debate dirá si las mujeres tendrán que volver al secretismo de antaño, en los países donde se quieren revisar las leyes, como Estados Unidos, o podrán seguir haciendo estas prácticas con respaldo institucional y seguridad, como es el empeño ahora mismo en España.

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