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Bruja: la verdadera historia del insulto misógino que se arroja a las mujeres incómodas

Desde Zugarramurdi al diputado de Vox pasando por Hillary Clinton, “bruja” lleva siglos utilizándose como injuria, aunque el feminismo lo intenta resignificar

Anne Baker, Joanne Willimott y Ellen Greene fueron condenadas por brujería y quemadas en Lincoln en 1619. Ilustración de autor desconocido.
Anne Baker, Joanne Willimott y Ellen Greene fueron condenadas por brujería y quemadas en Lincoln en 1619. Ilustración de autor desconocido.Getty (Getty Images)

¡Bruja, más que bruja! Es el título de una de las películas más raras de Fernando Fernán Gómez, una zarzuela noir en la que Mary Santpere interpreta a la bruja embustera en un pueblo de la España profunda. Y “bruja” es también un insulto misógino (como lo es “histérica”) de larguísimo recorrido que sigue vigente, a juzgar por lo que ocurrió esta semana en el Congreso.

Se debatía una moción para penalizar el acoso a mujeres que van a abortar a clínicas especializadas, y el diputado de Vox José María Sánchez García, juez en excedencia, llamó “bruja” hasta tres veces a la diputada socialista Laura Berja. Sánchez se negó a corregir el insulto y por eso fue expulsado del hemiciclo, aunque más tarde el portavoz de su grupo, Iván Espinosa de los Monteros, sí pidió la retirada de la palabra del acta. En su turno de intervención, Íñigo Errejón, de Más País, le echó un guante a la insultada: “Que te llame bruja un inquisidor es un orgullo, compañera”. Al día siguiente, también en sede parlamentaria, otro diputado de Vox, Juan Carlos Segura, aseguró que «la brujería en España no es delito desde hace 200 años», y por tanto no debería contar como insulto. Argumento sorprendente, porque la mayoría de insultos, «tonto», por ejemplo, tampoco remiten a delitos.

Nada sorprende de este rifirrafe. Ni constatar una vez más que la ultraderecha sabe lo que tiene que hacer para tener espacio en los medios, ni que la palabra “bruja” se siga usando para atacar a las mujeres. Incluso si llevamos años oyendo eso de “Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar” en las manifestaciones feministas –ayer pronunciaron la frase también Pilar Vallugera, de ERC, y Sofía Castañón, de Unidas Podemos, en el Congreso–, tanto que hasta se hacen memes irónicos al respecto. Del tipo: en realidad, tu abuela pensaba que los pitufos eran satánicos.

“Bruja”, explica la filóloga y rastreadora de la lengua Lola Pons, profesora en la Universidad de Sevilla, tiene un origen prerromano, no latino, y antes de escribirse con jota se escribió con x: bruxa. Ya los primeros diccionarios del castellano, como el Diccionario de autoridades, de 1726, daban como un significado de la palabra el de “pájaro nocturno, similar a la lechuza”, con unas capacidades peligrosísimas: “Vuela de noche y tiene el instinto de chupar a los niños que maman”. Curioso ese apunte antimaternal, que entronca con el diputado de Vox llamando “bruja” a una diputada que defendía a las mujeres que ejercen el derecho al aborto.

“En ese mismo diccionario –añade Pons– también se define ‘bruja’ como mujer perversa que se emplea en hacer hechizos y otras maldades con pacto del demonio y se cree que vuela de noche”. “Bruja” pasó pronto de ser un calificativo para ciertas mujeres a las que se temía para convertirse en un insulto. Ya en los siglos XVI y XVI, apunta Pons, la palabra estaba tipificada como una injuria. En el Diccionario de injurias que compilaron dos profesores de la Universidad de Navarra, Cristina Tabernero y Jesús Usunáriz, se recogen casos de personas que fueron a juicio en Navarra por llamar a una mujer “bruja, bruja vieja, pariente de bruja, bruja probada o linaje de brujas”.

En la actualidad, el diccionario de la RAE también incluye los usos coloquiales de la palabra para referirse a una “mujer malvada” o a una “mujer de aspecto repulsivo”. Aunque “bruja” aún circula como insulto misógino (a Hillary Clinton, las fuerzas de la derecha más reaccionaria la bautizaron como “la bruja malvada de la izquierda”), el feminismo lleva años reivindicando la idea de la bruja y la misma palabra “bruja” como una figura de subversión antipatriarcal. La ensayista suiza Mona Chollet, por ejemplo, explicaba en su libro Brujas (Ediciones B) que esta figura “encara a la mujer liberada de todas las limitaciones” y es por tanto “un ideal hacia el que tender, alguien que muestra el camino”. Durante la caza de brujas, no solo las curanderas o sanadoras podían ser acusadas de brujas, también cualquier otra mujer que supusiera un problema, explicaba Chollet a Jacinto Antón en 2019. “Siempre hacen falta chivos expiatorios y ellas eran buenas candidatas (…) Básicamente se persigue  a las que llaman la atención las que escapan del control masculino, lo que se percibe como una amenaza social”. En su libro, Chollet traza la línea desde las persecuciones de la Edad Media y de principios de la Edad Moderna (los juicios a brujas ocurrieron sobre todo en el Renacimiento, la época que se asocia con la ciencia, el arte y el progreso) hasta los grupos feministas que se espejan en ese modelo, como las WITCH (siglas en inglés de Women’s International Terrorist Conspiracy from Hell, o sea Conspiración Internacional del Infierno de Mujeres Terroristas), que surgió en los sesenta como un grupúsculo dentro del movimiento de liberación femenina. En los últimos años, el feminismo mainstream ha utilizado la figura de la bruja de manera muy frecuente para invocar una sabiduría de raíz femenina, generada y transmitida al margen de los canales del poder patriarcal.

Como tristemente han demostrado el caso Samuel Luiz y la reciente manifestación fascista y homófoba en las calles de Chueca, no basta con que un colectivo quiera reapropiarse de un término –maricón, por parte de grupos LGBTQ, bruja, desde el feminismo– para que esa palabra deje de funcionar como un insulto. Querer resignificarla no desactiva del todo su potencial hiriente, porque siempre habrá gente que seguirá utilizándola como ataque y el resto de hablantes lo entenderán así.

A la periodista y escritora Gemma Ruiz, redactora jefa de los servicios informativos de TV3 y gran conocedora de la historia de la brujería, sobre todo en Cataluña –el tema estará presente en su próxima novela–, le parece que la intervención del diputado de Vox puede, a la postre, servir para recordar hasta qué punto llamar “brujas” a las mujeres conecta con un pasado atroz. “Que este hombre diga ‘bruja’ en sede parlamentaria te lleva a todo el sustrato que aún estamos pagando. La persecución a las brujas se ha folclorizado desde el momento en que la figura de la bruja entra en los cuentos infantiles con la escoba y la verruga, pero lo que ocurrió con las mujeres acusadas de brujería fue un genocidio, uno de los grandes genocidios que ha habido en Europa. Creo que de igual manera que se dice que los afroamericanos arrastran la memoria del esclavismo, nosotros cargamos con todo esto”.

Las brujas, señala Ruiz, solían ser mujeres mayores, de unos 50 años, solas o viudas o que no seguían un patrón familiar habitual, y pobres “y por tanto, mucho más vulnerables”. Además, dice, a menudo eran ellas quienes se ocupaban de la salud reproductiva. “Asistían los partos y los abortos, que muchas veces no eran deseados sino que se recurría a ellos para evitar que acusasen a las mujeres de parir hijos ilegítimos, y el patriarcado siempre ha llevado mal que seamos dueñas de nuestro proceso reproductivo”.

Antes de convertirse en una muletilla de los defensores de la incorrección política, que usan la expresión “caza de brujas” para referirse a todo lo que consideran una injusticia neopuritana, las cazas de brujas fueron algo muy real, un proceso que va desde el siglo XIV hasta el XVII y que se intensificó en 1844 cuando el Papa Inocencio VIII decretó una bula papal en torno a las brujas, a petición del inquisidor alemán Heinrich Kramer. El propio Kamer fue autor de un escrito titulado Malleus Malleficarum (Martillo de brujas) con el que se dio carta blanca a la persecución y en muchos casos eliminación de aquellas mujeres que se apartaban de la norma. Según los inquisidores, los poderes de las mujeres sanadoras, por ejemplo, no provenían de su conocimiento de la naturaleza sino de haber cometido actos sexuales con el diablo. Incluso si esas mujeres actuaban de manera racional, era porque ejercían de instrumentos de Lucifer. A partir del siglo XVI, la brujería se considera un crimen exceptum, un delito distinto a todos los demás que conlleva casi siempre torturas y muerte. En España, el caso más famoso fue el de las brujas de Zugarramurdi, que llevó al cine Álex de la Iglesia. Ocurrió en 1610, cuando un tribunal de la Santa Inquisición en Logroño sentenció a 29 personas, hombres y mujeres, por brujería. A 18 se las absolvió (reconcilió, en la jerga de la Inquisición) porque dijeron arrepentirse, pero el resto ardieron en la pira. Seis ya muertas porque se las había aniquilado antes y cinco ardieron vivas.

El señalamiento era una parte importante del proceso, ya que los inquisidores animaban a hombres y mujeres a delatar a cualquier mujer de la que sospecharan que ejercía la brujería. Y, eso, de hecho, fue una de las razones por las que se puso fin al proceso, porque las acusaciones habían llegado demasiado lejos y se había llegado a apuntar a familiares de inquisidores como brujas, por lo que interesó desacreditar esas delaciones. Para entonces, sin embargo, “bruja” ya estaba incorporado plenamente al léxico común, una palabra lista para ser arrojada a cualquier mujer incómoda que ha llegado, con distintas connotaciones, pero esencialmente intacta hasta el siglo XXI. Brujas, más que brujas.

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