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Símbolo inequívoco de poder, el traje blanco forma parte de algunas de las imágenes más icónicas de los siglos XX y XXI. En uno de ellos se enfundó Hillary Clinton cuando aceptó convertirse en la candidata demócrata a las elecciones presidenciales de 2016, la ahora Reina Letizia en su pedida de mano en 2003 o Céline Dion al pisar la alfombra roja de los Oscar en la edición de 1999. En los últimos tiempos, el binomio formado por la chaqueta y el pantalón teñidos en el color más luminoso de la paleta cromática ha vuelto a lo alto de la mano de Tom Ford, Acne Studios o Jil Sander.
Aunque el sastre se ha convertido en una prenda de vanguardia, podríamos señalar que comenzó a germinarse a finales de los años 20, cuando “Gabrielle Chanel diseñó un pantalón de seda blanco con una chaqueta de pijama para pasear para la playa”, explica Pilar Pasamontes, historiadora de moda y Directora Científica de Moda del IED Barcelona. El traje blanco tal y como lo conocemos hoy en día (con su chaqueta americana y su clásico pantalón) llegó a nuestras vidas ya en los años sesenta.
La suya es una historia de cero a cien. Poco después de que los creadores lo subieran a la pasarela, el traje fue utilizado por muchas féminas como alternativa al clásico vestido de novia. “Las mujeres se empezaron a casar vistiendo minifalda, pantalones… se casaban con lo que querían. Era lo normal y lo normal era ser diferente. No querían ir vestidas igual que sus abuelas, sus madres, sus hermanas mayores, incluso sus tías… A partir de ese momento cambió todo”, explica la experta. Una de ellas fue Amanda Barrie (en la foto), que en su enlace con Robin Hunter en 1967 apostó por un sastre con pantalón acampanado y una pamela XL. Sí, la nueva era había acabado de empezar.