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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ser un Ferrari mientras ella, la otra, es solo un Twingo

Tal vez Shakira pueda ser un referente para las mujeres que estamos hartas de ser complacientes, pero su canción también representa unos valores románticos que, pese a estar todavía vigentes, habíamos aprendido a ver como dañinos.

Shakira durante un concierto en el estadio olímpico de Barcelona en 2011.
Shakira durante un concierto en el estadio olímpico de Barcelona en 2011.Getty (Getty Images)

Si algo nos dice el tirón de las redes sociales, de la prensa rosa y de la literatura confesional, es que hay algo subyugador en ser testigo de la intimidad ajena. Nos gusta que el otro se abra en canal, que comparta su rabia, su dolor, su pena, su berrinche, que lo ponga a nuestra disposición para que podamos escudriñarlo, hablar de ello, defenderlo o defenestrarlo. Nos gusta colectivizar las emociones –especialmente el dolor– porque son lo que nos une: el dolor es lo que hace que la diseñadora gráfica en paro del 5ºC entienda a la mamá pija del 2º y a la señora que siempre resopla y maldice en la frutería.

Comunicarnos desde la herida y la honestidad es la piedra filosofal de las relaciones, lo que las crea y las hace fuertes y lo que, a menudo y por desgracia, las destruye. En mi caso, no hay nada que me guste más que un buen oversharing, un osado abrirse en canal, venga de donde venga. Para quienes anden perdidos con la incesante producción de terminología, estamos hablando del arte de compartir de forma excesiva, apabullante y exenta de pudor los pormenores de la vida privada. El término apareció por primera vez en The New York Times en el 2008, y ese mismo año el término fue elegido nueva palabra del año por el Webster’s New World Dictionary.

No sé si podemos considerar la canción de Shakira como un caso claro de sobreexposición: su decisión de compartir los detalles de su relación y su natural ira hacia su expareja entran más en el campo de la decisión artística, mediática o empresarial. Hoy ya no precisamos de la intervención de la prensa rosa para enterarnos de lo que pasa en la vida de tal o cual famoso, son ellos quienes deciden reclamar su propia voz, en el caso de Shakira cantándonos a ritmo de beat lo doloroso de su ruptura, las consideraciones hacia “la otra”; ese término tan engañoso que convierte en otredad a quien es solo otro ser humano tomando, como todos, sus buenas o malas decisiones, en este caso relativas al amor. En su canción, Shakira habla de ser un Rolex mientras ella, la otra, es solo un Casio, habla de ser un Ferrari mientras ella, la otra, es solo un Twingo. Una narrativa que cualquiera en dicha situación puede abrazar para convertir el dolor en otra cosa: en un parche, en una canción, en una conversación con amigas trufada de vino y lo que se tercie.

Lo llamativo de este caso es que el afán de compartirlo todo de la cantante sobre su ruptura con el futbolista Gerard Piqué la ha convertido en una suerte de icono feminista de la noche a la mañana. Y es que resulta liberador ver a una mujer expresarse con libertad, sin guardar las formas de lo políticamente correcto: abrazar su enfado, incluso monetizarlo, bailarlo, atravesar el duelo a lomos de un caballo de lentejuelas. Decisiones destinadas, como ella dice, a facturar en lugar de llorar, aunque llorar sea un ejercicio necesario y catárquico, demasiado a menudo catalogado como vergonzoso o improcedente –motivo por el cual seguimos queriendo a Chenoa– y facturar sea una práctica que Shakira ha demostrado ejercitar de forma no precisamente óptima.

Al margen de si la decisión de la cantante de poner a caldo a la otra es motivo de aplauso o de disgusto, su caso es claro ejemplo de una tendencia que impera en el ciberfeminismo contemporáneo. Todo sujeto con acceso a internet sabe que existe un feminismo que corre no tanto por las calles o las asambleas locales, sino por las venas de Instagram y Tiktok, que es articulado a golpe de click por todo aquel con cerebro y teclado. Un feminismo que monta altares –de arquitectura efímera, pero altares al fin y al cabo– cada vez que una mujer hace o dice algo que da pie al comentario, un feminismo que parece híper predispuesto a considerar empoderante o digno de admiración cualquier acto llevado a cabo por una mujer. No legítimo, no respetable: un ejemplo de emancipación femenina hecho carne. En todo esto hay un esencialismo un tanto naif que hace que todas merezcamos –o suframos, sin haberlo pedido– nuestro ratito de fama en dicho altar, aunque lo que hayamos hecho sea algo tan añejo, tan de toda la vida, como despotricar de la nueva pareja de nuestro antiguo amor.

Tal vez la cultura woke, tan exigente y pureta, tan –por qué no decirlo– agotadora, esté generando resistencias no tan fáciles de percibir, trayendo de vuelta la simpatía por discursos que, en principio, parecíamos querer superar. Tal vez Shakira pueda ser icono para unas mujeres que estamos hartas de ser complacientes, de sentirnos en la obligación de superar los duelos con elegancia, sin berrinches, sin egos inflados, sin afirmarnos como Rólex, sin caballo de lentejuelas al que subirnos. Tal vez cale en nosotras por esas ganas comprensibles que todas tenemos de decir y hacer lo inesperado, lo prohibido: cagarnos en la nueva novia pese a haber leído Anarquía relacional, hacer estallar la vajilla contra el suelo en lugar de irnos al gimnasio y entregarnos a la cinta de correr, como hace la dramaturga –nunca correcta por otra parte– Angelica Liddell para superar su ruptura en la Casa de la fuerza.

Lo que a algunas nos escama y nos genera cierto rechazo tal vez no sea el tema en sí ni las decisiones de una cantante que no es, motu proprio, abanderada de nada, sino los vítores feministas hacia una canción que representa unos valores románticos que, pese a estar todavía vigentes, habíamos aprendido a ver como dañinos.

Sea como fuere, nos vemos en la pista.

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