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Poderosas y muy manipuladoras: así ejercieron el terror Louella Parsons y Hedda Hopper, las dos reinas del cotilleo

El podcast de la periodista Karina Longworth dedica su última temporada a estas dos mujeres que funcionaban a base de pactos de silencio y sirvieron como herramienta política durante el maccarthismo.

Hedda Hopper y Louella Parsons hablan con Sophia Loren en una fiesta.
Hedda Hopper y Louella Parsons hablan con Sophia Loren en una fiesta.Getty (The LIFE Picture Collection via )

Tenía que acabar pasando, que el podcast que más y mejor ha relatado “los secretos y las historias olvidadas del primer siglo de Hollywood”, como reza su subtítulo, dedicase un ciclo completo a las dos mujeres que durante mucho tiempo tuvieron la decisión final sobre qué secretos se contaban y qué historias se olvidaban. You Must Remember This, el veterano y premiadísimo podcast que dirige la periodista Karina Longworth, estrenó hace unas semanas su temporada número 14. Y así como en la anterior explicó en diez capítulos la vida y la carrera de un personaje muy relevante pero poco conocido, la escenógrafa y productora Polly Platt, esta vez se centra en dos mujeres que sí son muy famosas, las dos reinas del cotilleo de Hollywood en los años 30, 40 y 50, Louella Parsons y Hedda Hopper.

Cuando buscaba tema para su próxima temporada, Longworth, una de las personas que mejor conoce la historia de la industria del cine, que no es exactamente lo mismo que la historia del cine, se dio cuenta de que incluso ella, que se las ha topado en centenares de archivos, memorias y biografías, tendía a confundir a Parsons con Hopper, o a intercambiarlas, y que en su cabeza existían como una hidra de dos cabezas, un poderoso monstruo bicéfalo que extorsionaba a los famosos a cambio de información, lamía las botas de los poderosos y se alineaba siempre con el poder, el dinero y cierta idea de lo moral. Ahí es cuando se dio cuenta de que quizá no eran tan conocidas como creía, y que en realidad ambas eran entidades separadas y bastante distintas, aunque fueran contemporáneas (Louella nació en 1881 y Hedda en 1885) y compartiesen algunas coordenadas vitales que las hacían muy singulares para su época.

Ambas provenían de ciudades pequeñas y carecían de contactos familiares, se divorciaron jóvenes, fueron básicamente madres solteras y alcanzaron un importante poder en dos industrias machistas, el cine y el periodismo. En su momento de gloria, llegaron a sumar unos 75 millones de lectores en la prensa y oyentes en la radio, sin contar todos los otros medios que se hacían eco de sus noticias. Tener esa plataforma no las convertía en pioneras del feminismo, como explica Longworth en el podcast. “Ambas se pusieron al servicio de hombres poderosos, y esto define sus carreras”, explica la periodista en una entrevista. Las dos participaron en un juego del anzuelo, en el que prometían a sus lectores la verdad absoluta y que les iban a enseñar qué pasaba ‘detrás de las bambalinas’ pero en realidad estaban oscureciendo la verdad y manipulando su cobertura más que revelar nada auténtico o real”.

Hedda Hopper.
Hedda Hopper.Getty (Corbis via Getty Images)

En realidad, Louella precedió a Hedda como articulista de cotilleos. Se dedicó a eso desde 1915, y le encantaba hacerse llamar “la primera columnista de gossip del mundo”. Hopper, que había intentado ser actriz sin mucho éxito pero conservaba excelentes amistades de esa época (conocía a Samuel Goldwyn, fundador de la Metro, cuando aun se llamaba Samuel Goldsfith y salió en la primera película de Louis B. Mayer), fue catapultada a su puesto mucho más tarde, a finales de los años 30, cuando, sin apenas experiencia como periodista, le dieron una columna que aparecería en Los Angeles Times y en otros 13 periódicos importantes de Estados Unidos. Fue ahí cuando empezó la época dura de la rivalidad entre ambas. En el podcast, Longworth compara esta asimetría a la de Trump y Hillary Clinton en las elecciones de 2016. Al principio, Clinton no podía creer que tuviera que prestarle atención y compartir su tiempo con aquella persona color naranja y se le notaba en cada una de sus intervenciones. Lo mismo sentía Parsons por Hopper. No podía entender cómo aquella advenediza disfrutaba de pronto de tanto poder. La realidad era que sus amigos influyentes la habían colocado ahí porque creía que Hopper podía ser (aun) más fácilmente manipulable que Parsons y para contrarrestar la influencia de su rival. Las dos llegaron a ganar muchísimo dinero pero tenían gustos tan extravagantes que siempre debían dinero a alguien. Y ambas se situaban políticamente “a la derecha de Gengis Khan”, como dijo un contemporáneo.

Al llegar antes, Parsons inventó un mecanismo que después Hopper perpetuó. Por un lado, repetían las consignas que les pasaban los publicistas de los “cinco grandes”, es decir, Paramount, MGM, RKO, 20th Century Fox y Warner Bros, y los “tres pequeños”, Columbia, Universal y United Artists.  Y por otro mercadeaban con su información como se ha hecho siempre. Es decir, si se enteraban –y siempre se enteraban. Tenían chivatos en las farmacias, los bufetes de abogados, los platós y las peluquerías de Los Ángeles– de la adicción, el alcoholismo, el embarazo fuera del matrimonio o el adulterio de una estrella, lo usaban como arma para exigir a cambio una exclusiva publicable. Parsons lo tenía especialmente bien montado en el momento en que se casó en segundas nupcias con Henry Watson Martin, apodado “Docky”, uno de los pocos doctores de Hollywood en los que confiaban los estudios para solucionar, por ejemplo, las enfermedades de transmisión sexual de sus contratados y los abortos de las actrices. Con este tipo de métodos, consiguió exclusivas como la del primer divorcio escandaloso de Hollywood, el de Douglas Fairbanks y Mary Pickford. Mucho más tarde, también fue ella quien publicó antes que nadie la noticia del matrimonio de Rita Hayworth con el Aga Khan y el embarazo fuera del matrimonio de Ingrid Bergman, como resultado de su relación adúltera con Roberto Rossellini. Parsons tuvo un papel instrumental a la hora de atizar a la opinión pública contra la actriz de Casablanca, que tuvo que pasar más de una década alejada de Hollywood. Nunca quiso revelar su fuente pero se cree que fue el productor Howard Hughes, quien había aceptado sufragar Stromboli, la película que selló el amor entre Bergman y Rossellini, a cambio de que la actriz protagonizara después el filme que él preparaba. Cuando ella le dijo que no podía volver a Estados Unidos porque estaba embarazada del director italiano, Hughes enfureció de tal manera que le pasó el chivatazo a la persona que más daño podía hacer con él.

Las dos columnistas eran plenamente conscientes de que operaban como una especie de reino del terror y se enorgullecían de ello. Hedda llamaba a la mansión que se compró “la casa que construyó el miedo”. Ambas compartían círculo social con los actores y actrices de los que escribían, se las invitaba a las fiestas y se les enviaban regalos fabulosos. Maureen O’Sullivan y el director John Farrow incluso hicieron a Louella madrina de su hija Mia, en un gesto que ella ha descrito “como si los padres de Rapunzel sellaran un pacto con la bruja de al lado”. No era la única, Parsons tenía una colección de ahijados con apellidos ilustres, entre ellos el pequeño John Clark Gable. Aun así, cada poco tiempo, una estrella se salía del redil y enfurecía contra ellas. Se dice que Spencer Tracy llegó a darle una patada en el culo en una ocasión a Hedda Hopper después d que ésta publicase una información  sobre su romance con Katherine Hepburn, sin dar sus nombres. Y otra actriz, Joan Bennett, le envió por correo una mofeta como regalo de San Valentín.

Este es el tipo de anécdotas que se suele contar sobre ellas, y así se las retrata también en ficciones como Feud, Trumbo o la película de los Coen ¡Ave, César!, como dos matronas maliciosas ocupadas de asuntos venéreos, pero ese relato a menudo olvida hasta qué punto lideraron también la confección de la lista negra en tiempos del mccarthismo y la persecución de todos aquellos profesionales del cine considerados comunistas o “compañeros de viaje”. Según el periodista Andrew O’Hehir, fue Hopper, mucho más que los actores que autodenominados patriotas como John Wayne o Ronald Reagan, quien instauró el clima de represalias y paranoia política en el Hollywood de los 50. O’Hehir la considera una precursora de lo peor de Internet y las guerras culturales actuales, una visionaria tóxica escondida bajo sus sempiternos sombreretes.

En el podcast, Longworth también hace la conexión entre el sistema de servidumbre que generaron las dos columnistas y el estado actual de la industria del cotilleo, la especie de ficciones que se fabrican a partir de fotos de paparazzi en el vertical de salida del Daily Mail y las cuentas de Instagram como @deuxmoi, la cuenta anónonima que postea stories de Instagram (que, por tanto, desaparecen a las 24 horas) con noticias anónimas sobre los famosos y que anticipó, por ejemplo, el divorcio de la actriz Zoe Kravitz.

Con tremendo instinto de supervivencia, las dos mujeres lograron sobrevivir incluso al desmantelamiento del sistema de estudios, que las había sostenido, a veces literalmente. MGM pagó 75.000 dólares de la época por los derechos de uno de los libros de memorias de Louella Parsons en 1943. La película, por supuesto, nunca se produjo, era mero cash para tenerla contenta. Cuando todo eso empezó a morir, en los sesenta, Hopper y Parsons se reinventaron a su manera. La primera empezó a presentar un programa los domingos por la noche en la cadena NBC que competía directamente con el del legendario Ed Sullivan, llamado Hedda Hopper’s Hollywood. Escribieron libros de memorias que se convirtieron en best sellers e intentaron buscarse protegidos entre la nueva camada de artistas, hablando en sus artículos de Ann-Margret, Steve McQueen y Elvis Presley. Al final, Louella consiguió sobrevivir a su rival más joven. Hopper murió en 1966, a los 80 años y tras hacer un pequeño papel en la película The Oscar. Dicen que la hija de Parsons, Harriet, visitó a su madre, ya muy mayor, en su residencia solo para comunicarle que la muerte de Hopper y contestó: “Bien”. Duró seis años más.

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