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Laetitia Casta, la nueva amante de Richard Gere

Las puertas del cine se le resistieron durante más de una década. Pero el peso de los prejuicios no ha logrado fracturar su voluntad de convertirse en una actriz respetada.

Laetitia Casta

En el aeropuerto, donde estaremos a punto de tropezarnos con ella en el mismo avión hacia Venecia, los operarios todavía no la han olvidado. «Ha pasado Laetitia Casta hace un rato. A-lu-ci-nan-te», le dice uno a otro mientras revisa su última maleta con desgana antes del cambio de turno. Personajes más vanidosos sonreirían con la anécdota. No parece el caso de esta mujer ligeramente incómoda ante la lascivia que despiertan sus curvas, que a sus 34 años se ve a sí misma como una niña con las uñas llenas de barro que juega en un bosque cenagoso de la Córcega de su infancia. «Desde pequeña, la belleza no fue un parámetro para definirme. Nadie me habló nunca de eso. No me he construido a mí misma a partir de mi aspecto, sino de una cierta sensibilidad», sostiene en una estancia del último piso del Palazzo del Cinema, donde ha sido convocada como miembro del jurado del festival que cada septiembre se instala en el Lido veneciano. La prueba definitiva, quiere creer, de que la consideran algo más que una cara bonita. Casta se levanta para cerrar la puerta de la estancia. «Odio las puertas abiertas», jura al regresar. Su belleza logró desatrancar algunas. Pero las del cine, selladas con cierre hermético, se le han resistido durante más de una década. Se observó su voluntad con recelo. La gran familia del cine francés la desdeñó como otra modelo convencida de poseer un gran talento interpretativo, invisible para todos salvo para ella. «No entendieron que no era un antojo, sino una verdadera pasión. Les ha costado un tiempo, pero en el fondo les doy las gracias. Me han obligado a ser más exigente conmigo misma y a enfrentarme a mi obcecación, a comprender que no se trataba de un simple capricho», asegura.

La recompensa le llega ahora por diversos frentes. Casta protagoniza lo nuevo de Richard Gere –un cuento moral sobre la avaricia capitalista titulado El fraude, que se estrena el 5 de octubre– y es solicitada por directores con pedigrí de autor, como el malasio Tsai Ming-liang o el francés Joann Sfar, que la convirtió en una sorprendente Brigitte Bardot en su biografía de Serge Gainsbourg. Fueron solo cuatro días de rodaje, pero su esforzada imitación de la dicción aniñada del mito resultó más que suficiente para fracturar los últimos prejuicios. La prensa francesa, que durante meses había afilado los cuchillos en la trastienda, se rindió por fin a sus encantos.

Ahora, cuando un formulario administrativo la interroga sobre su profesión, Laetitia Casta escribe «Actriz». «De hecho, siempre me he considerado actriz, incluso cuando solo era modelo», corrige. Sintió su primer «chute de adrenalina» a los 12 años, tras una función escolar, cuando descubrió que poseía «una fibra artística que nadie había tomado en cuenta». Desde entonces, supo que dedicaría su vida a interpretar personajes. «La diferencia es que en la moda es más difícil. La moda es como hacer una película muda. Requiere un trabajo interior. En el fondo, el cine me resulta más fácil. Está menos inscrito en la pasividad». Una palabra que detesta. No reniega de sus años como modelo, pero guarda de ellos un recuerdo agridulce. «Siempre he tenido un problema de legitimidad. También como modelo. Yo no podía hacer 20 desfiles al día como las demás. Me decían que era demasiado baja, que tenía unos dientes raros. Pero la frustración puede ser un motor. A mí me ha servido para trabajar duro. Todo me lo he ganado así», relata. Casta tampoco ha dado del todo la espalda a la moda y la belleza, como demuestra su campaña de la nueva fragancia de Dolce & Gabbana, donde explora un perfil de viuda siciliana que no le teníamos visto, mientras Mina aúlla Città vuota. «Un retorno a mis orígenes, ya que soy medio corsa», dice hoy. También sigue siendo una de las portavoces activas de L’Oréal Paris.

Álvaro Beamud Cortés

Hija de un comercial de la isla y de una contable normanda, Laetitia fue descubierta en una playa mediterránea a los 15 años por un representante de la agencia parisina Madison, que revelaría a otras bellezas carnosas como Eva Herzigova y Olga Kurylenko. Al principio, sus padres se negaron a convertirla en carne de cañón para las fantasías sexuales de media sociedad occidental. Hasta que aceptaron que participara en sesiones fotográficas los fines de semana para no interrumpir una vida académica que hoy describe como poco brillante. A los veintipocos posó para Victoria’s Secret, lo que la convirtió en icono al otro lado del Atlántico. Deambuló por los platós de los late night shows respondiendo con monosílabos a las bromas lúbricas de sus presentadores. «Eres solo una niña», se lamentó David Letterman. «No, perdona, soy una mujer», le espetó ella.

De regreso a Francia, Yves Saint Laurent la convirtió en su musa y protegida. «Me enseñó lo que era la feminidad», reconoce hoy. El colofón fue ser elegida, como Catherine Deneuve y Bardot, como nuevo modelo para los bustos que representan a Marianne, símbolo de la República francesa, presente en todos los ayuntamientos del país. Lo consideró «un inmenso honor», pese a los problemas con la dimensión ejemplar del personaje. «Mi gran preocupación es que me encierren en una categoría. Basta que me impongan algo para que haga todo lo contrario», asegura. «Para mí, una de las cosas que no se puede negociar es el lugar de la mujer. Cuanto más me intentan poseer, más me resisto. Se dice que una se realiza cuando tiene hijos. Yo no lo creo. Y eso que tengo tres», dice sobre Sahteene, Orlando y Athena. Los dos últimos, hijos de su actual pareja, el actor italiano Stefano Accorsi. «Lo digo sin ser feminista, sin reivindicar nada. Pero no es lo que más me ha llenado como persona. Todos tenemos que alimentarnos de otras cosas, reflexionar, perdernos y soñar».

Hace unos meses, Casta decidió comprar la mansión de Córcega que su abuela limpiaba de rodillas cuando era pequeña. A los seis años, como un personaje de Scott Fitzgerald, se dijo que un día esa casa sería suya. «No lo he hecho por vengarme de mi destino, pero sí por una voluntad de ruptura con las vidas que han vivido las mujeres de mi familia. Mi abuela, que es una mujer de una gran inteligencia, tuvo que abandonar sus estudios para cuidar de su hermano. Mi madre ni siquiera los empezó. Desde muy pequeña me he sublevado ante el lado sumiso de la mujer», explica. «Mi empeño: no tener que bajar nunca la cabeza». Si el feminismo no era esto, se le debe de parecer bastante.

Álvaro Beamud Cortés

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