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«O me pagas ya o no salgo»: cuando Concha Piquer probó que de la vocación no se come

Se cumplen treinta años de la muerte de la niña que robaba patatas para que sus hermanas y su madre tuvieran algo que llevarse a la boca, que triunfó en Broadway y que, tras su vuelta a España, se convirtió en la reina indiscutible de la copla. La especialista en este género musical Lidia García y la ilustradora Carla Berrocal le rinden homenaje hablando de su valentía a la hora de exigir sus derechos.

Ilustración de Carla Berrocal que publicará  cómic 'Doña Concha: la rosa y la espina', próximamente en Reservoir Books.
Ilustración de Carla Berrocal que publicará cómic 'Doña Concha: la rosa y la espina', próximamente en Reservoir Books.

Cuando Concha Márquez Piquer iba a debutar en el Madison Square Garden de Nueva York en 1978 estaba acompañada por su madre, la ya por entonces retirada y mítica doña Concha Piquer. Apenas faltaba un rato para que la joven tuviera que salir al escenario cuando su madre le hizo una confesión de las que merecen tal nombre: años atrás, cuando ella misma triunfaba en los escenarios de aquella ciudad, mató (casi seguro) a un hombre. 

Aquel aciago día, le contó a su hija, estaba sola en su apartamento cuando un conocido se presentó con no sé qué excusa e intentó violarla. Entonces, Conchita –aún le faltaba para ser doña Concha– forcejeó con él, le espetó un golpe en la cabeza con una barra de hierro que había por ahí cerca y salió pitando, dejándolo en un charco de sangre. Corrió al teatro y desde allí llamó a unos conocidos de la mafia (los típicos conocidos de la mafia) que la tranquilizaron y le dijeron que ellos se harían cargo de todo. Cuando la joven estrella volvió al apartamento no había ni rastro del tipejo. Ni una gota de sangre quedaba. Unos días después, el cadáver apareció flotando en el río Hudson. “Lo cierto es que no sabía si lo había matado ella o habían sido los sicarios que acudieron al domicilio, tampoco lo preguntó”, concluye su hija, que es quien lo cuenta en su libro Así era mi madre: biografía de Doña Concha Piquer. 

La historia es tremenda como tremenda era doña Concha. Se cumplen treinta años de la muerte de aquella niña valenciana que robaba patatas para que sus hermanas y su madre recién enviudada tuvieran algo que llevarse a la boca, que triunfó en el Broadway de los años veinte y que tras su vuelta a España se convirtió en la reina indiscutible de la copla. 

En su cómic Doña Concha: la rosa y la espina, que se publicará próximamente en Reservoir Books y que ha sido realizado en el marco de una residencia en la Real Academia de España en Roma, Carla Berrocal recoge una anécdota que da buena cuenta de su carácter. El público del teatro espera inquieto, pero una jovencísima Piquer, casi una niña, se niega a salir a escena. Lleva tres funciones cantando, todavía no ha cobrado y no se fía un pelo. “O me pagas ya o no salgo”. Se escuchan los gritos del público cada vez más impaciente: “¡Fuera, fuera! ¡Que empiece ya!”. El empresario, de los nervios, acaba apoquinando a Conchita lo que le debe y ella –feliz, contenta y con los billetitos calientes en el bolsillo…– sale por fin a cantar. 

Curtida en los vaivenes del show business desde cría, era frecuentemente acusada de anteponer la panoja al duende. “Aunque no es costumbre acusar a una reina, se ha dicho de ti que te gusta más el dinero que cantar”, le dijo Lauren Postigo cuando la entrevistó, ya alejada de los escenarios, en el programa Cantares. “Eso es mentira, yo he tenido una gran vocación y la sigo teniendo (…), pero si no gano dinero, no me divierto”. Fue pionera, aleteo de ojos y retranca mediante, en decir a las claras que en esta vida no se puede tirar del carro solo con eso que hemos dado en llamar vocación. También las folclóricas -como las y los escritores, investigadores o ilustradores – tienen facturas que pagar de las que la vocación (oh, sorpresa) no se encarga.  

“¡Qué gran artista, qué pena que venga de la España de Franco!”, dicen que se lamentó Rafael Alberti al verla cantar en Buenos Aires, como tantos otros exiliados solían hacer. Cuando ella lo supo replicó: “¿Y de qué otra España iba a venir? ¡No hay más que esa!”. La figura de Concha Piquer concita muchas de las contradicciones y claroscuros de la época. Su música, como la de tantos otros, fue usada por el discurso oficial casi como propia. Sobre la explotación de lo andaluz (o lo que se le pareciera) como emblema de lo español se apuntaló el proyecto de un centralismo excluyente que arrasó con mucho a su paso. Y sin embargo las coplas que cantaba la Piquer –las únicas que entre la nana pura de la ñoña cultura auspiciada por la dictadura tenían, como decía Carmen Martín Gaite, jugo amargo– también fueron asidero para muchas vidas escoradas.

Stephanie Sieburth cuenta en Coplas para sobrevivir cómo aquellas canciones desgarradas que a menudo hablaban de pérdidas sirvieron para canalizar sentimientos que difícilmente podían decirse en voz alta e incluso para elaborar los duelos forzosamente clandestinos de quienes vivieron en carne propia la obligación del silencio. También gran parte de la memoria LGTBI+, a menudo soterrada, sonaba a copla. De los suspiros de Terenci Moix al nutrido panorama del (por usar la palabra de la época) transformismo coplero: desde la peineta de Ocaña al abanico de Paco España, la copla con pluma entra. 

La inconfundible copla de la Piquer fue también, no lo olvidemos, la banda sonora de las vidas cuesta arriba de nuestras madres y abuelas. La Lirio, La Parrala, el fulgor de aquellos Ojos Verdes. En las historias de desamor, venganza y pasiones sin vicaría que resonaban en la voz de aquella mujer tremenda encontraban aliento para continuar adelante mientras cosían, planchaban, pelaban cebollas, acunaban niños y en definitiva –ellas sí– tiraban del carro de este mundo. 

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