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El lamentable caso de Anne Hathaway o por qué se odia a algunas famosas sin justificación ninguna

La situación de la actriz es solo un ejemplo del ‘hate’ de las redes hacia mujeres jóvenes, atractivas y exitosas. Estamos ante el concepto ‘woman’d’ o ‘mujereada’, donde el odio injustificado se apodera de ciertos personajes femeninos.

Anna Hathaway en el Festival de Cannes 2022.
Anna Hathaway en el Festival de Cannes 2022.Getty (Getty Images)

El 23 de junio de este año, la escritora y activista canadiense Rayne Fisher-Quann publicó un tuit en el que alertaba sobre la posibilidad de que Ottessa Moshfegh, la escritora que se hizo célebre en medio mundo tras la publicación en 2018 de su libro Mi año de descanso y relajación, estuviese a punto de ser “woman’d”. Un término acuñado por ella misma y que, de forma completamente libre, podríamos traducir al español como “mujereada”.

Woman’d designa, según la creadora del término, una situación en la que, en un momento concreto, a todo el mundo le deja de caer bien una mujer al mismo tiempo y empieza a ser criticada, especialmente en internet. En un artículo posterior para la revista i-D, la escritora desarrolló un poco más esta teoría y explicó que la fama en redes de las mujeres con un elevado perfil público se rige en muchas ocasiones por un ciclo de vida muy concreto, que las encumbra y las destruye, y que se ha repetido una y otra vez, con diferentes protagonistas.

Todo empezaría con su ascenso al éxito. Podríamos estar hablando de una cantante, de una actriz o de cualquier otro tipo de personalidad pública: política, escritora, directora de cine… Al principio, la recién llegada resulta joven, nueva, refrescante, y su imagen se convierte en sinónimo de dinero. Su cara en una portada hace que el número de copias vendidas se multiplique, una publicación sobre ella en redes sociales recibe muchos más “me gusta” que cualquier otra, se la compara con otras diosas del pasado: la nueva Audrey Hepburn, la sucesora de Amy Winehouse… Su número de fans crece exponencialmente, espoleado por los medios. Cualquier cosa que haga o diga es bien recibida y contribuye a cimentar su fama: desde un vídeo gracioso en TikTok a que se descubra qué libro descansa sobre su mesilla de noche.

Es difícil establecer exactamente cuándo esto cambia pero, habitualmente en el pico de su popularidad, un día, algo pasa. Quizá comete un error de forma involuntaria, como no saludar a un niño que la esperaba en la puerta de su concierto (probablemente porque ni siquiera lo ve), o hace una broma sin gracia en Instagram. Podría ser que alguien señalase en redes que camina de una forma rara, o que sufriera un bache de salud mental o simplemente que “molaba más cuando no era TAN famosa”.

Entonces la gente comienza a darle la espalda, a criticarla sin un motivo claro. Los medios, que hasta hace poco la alababan, se hacen eco de que la gente ahora la odia en las redes. Para ilustrar su bajón de popularidad publican una selección de los tuits más ingeniosos metiéndose con ella, lo que contribuye a amplificar todavía más las críticas. La antigua estrella acaba de caer en desgracia, acaba de ser woman’d.

Si esto no hace que su estrella se apague definitivamente, quizá, un tiempo después, puede que un documental sobre su carrera le devuelva el amor de sus antiguos fans, o la nostalgia pueda más que otra cosa y protagonice un sonado comeback.

Seguramente, conforme leían la definición, a muchas lectoras se les habrán ido ocurriendo varios ejemplos de mujeres que han pasado por este proceso. El ascenso al éxito y la destrucción posterior (y el comeback) de Britney Spears quizá es uno de los mejores ejemplos que pueden encontrarse de este fenómeno, pero hay muchos más.

Anne Hathaway, fue durante la primera década de los 2000 una de las actrices más adoradas de Hollywood gracias a películas como Princesa por sorpresa o El diablo viste de Prada. Pero un día, tras recibir un montón de premios por su papel de Fantine en Los miserables (2012), se la empezó a criticar por cosas como sonar demasiado falsa en su discurso de aceptación del Oscar o por contar que lloraba cuando se veía en pantalla. Primero fue un suave rumor, luego estalló, se globalizó e incluso se creó un hashtag para etiquetar las publicaciones poniéndola a caldo: #Hathahate. The New York Times en 2013 llegó a publicar un artículo titulado ¿Realmente odiamos a Anna Hathaway?  en el que haters de la actriz comentaban que la odiaban por «ser tan perfecta que no es una persona normal» o por ser «insoportable» por tener calculado cada uno de sus movimientos. Tras años privada del amor de sus antiguos seguidores, su espectacular aspecto a su llegada al Festival de Cannes el pasado mayo, le ha vuelto a proporcionar el favor de los fans y los medios.

Otro ejemplo es Millie Bobby Brown, convertida en una precoz estrella internacional con tan solo 12 años tras interpretar a Once en la serie Stranger Things. Ocupó portadas de revistas y fue hipersexualizada en los medios cuando todavía seguía siendo una niña. Las redes comenzaron a odiarla con tan solo 14 años. Se le atribuyeron tuits homófobos que no había escrito y un número creciente de youtubers empezó a subir contenidos criticándola sin un motivo realmente claro. Decían que subía demasiados vídeos cantando mientras conducía, que daba mucho cringe, o que había ganado mucho dinero demasiado rápido. Parecía que, simplemente, odiarla se hizo viral.

Ser woman’d no es lo mismo que ser criticada

Fisher-Quann hace en su artículo una salvedad importante. Ser woman’d no tiene nada que ver con ser criticada. Cualquier creadora o mujer pública puede sufrir una mala crítica de forma razonada sin que esto suponga ningún problema desde el punto de vista del feminismo, al contrario.

Las mujeres merecen que su trabajo se evalúe con los mismos baremos que el de cualquier otro artista, independientemente de su identidad de género. El problema es que habitualmente estas críticas racionales son utilizadas como una justificación de la crítica visceral y sin motivo. Una característica inseparable de ser woman’d es que nunca se recibe una crítica razonada.

En el caso de Ottessa Moshfegh citado en el tuit inicial de Fisher-Quann, las malas críticas a la nueva obra de la escritora, Lapvona, que editará Alfaguara en enero de 2023, estarían generando un sentimiento de “si este artículo tan sesudo la crítica, lo más inteligente debe de ser odiarla”. En este caso, una crítica legítima estaría al borde de producir un desprecio sin ningún tipo de base real. Cualquier escritor puede publicar un mal libro y no por esto se debería despertar un odio general hacia él o ella como individuo.

Por todo esto, ser woman’d o mujereada, resulta para muchas mujeres una trampa en la que es casi imposible no caer. Además, la intensidad y perseverancia del odio en las redes y la exigencia de una perfección casi inalcanzable a las chicas con un elevado perfil social, facilitan todavía más el proceso.

El odio hacia las mujeres, una pandemia en las redes

Estamos tan acostumbrados a que ocurra que parece inevitable que artistas y profesionales femeninas que tienen cierto éxito se tengan que enfrentar al odio y al acoso en redes.

Según un estudio realizado por el Center for Countering Digital Hate (CCDH) titulado Hidden Hate. How Instagram fails to act on 9 in 10 reports of misogyny in DMs (Odio oculto. Cómo Instagram no actúa en 9 de cada 10 denuncias de misoginia en los mensajes directos), se analizaron miles de mensajes directos recibidos por cinco conocidas mujeres en Instagram: la actriz Amber Heard, la presentadora de televisión Rachel Riley, la activista Jamie Klingler, la periodista Bryony Gordon y la creadora de la revista de cultura surasiática Burnt Roti, Sharan Dhaliwal.

En total, se analizaron 8.717 mensajes directos de los cuales 1 de cada 15 violaba las normas de Instagram que prohíben la misoginia, la homofobia, el racismo, la desnudez o la actividad sexual, la violencia gráfica y las amenazas de violencia. Lo peor es que la plataforma no hizo nada para evitar ni castigar estos mensajes en el 90% de los casos.

Un estándar imposible de alcanzar

Además, a este odio brutal en las redes hacia las mujeres, se suma una especial forma de deshumanización que pretende hacernos creer que los iconos femeninos son perfectos, mujeres casi divinas y que, por tanto, resulta imposible que cometan un error, que en algún momento dejen de ser absolutamente sublimes.

Es por ello que muchas mujeres famosas han optado, antes de que se les intente derribar de su pedestal, por mostrar su imperfección, algo que no deja de sorprender por innecesario. La perfección es algo que nunca ha acompañado precisamente a nuestra especie. Este reconocimiento previo de que cometerán errores en el futuro resulta tan ridículo como confesar que, a veces, una mujer come o va al cuarto de baño.

Las mujeres como objetos de consumo

El motivo principal por el que este tipo de procesos goza de tan buena salud no sorprenderá a nadie. Mediante la “mujerización”, las mujeres se convierten en objetos de consumo al servicio de una industria que se aprovecha de ellas: primero de su éxito y luego de su desprecio.

En el pasado, este tipo de caídas en desgracia hacían vender millones de periódicos y revistas, llenaban horas y horas de televisión que espectadores de todo el mundo devoraban con gran placer. Con la llegada de internet, las mujeres woman’d pasaron por blogs de cotilleos, ediciones digitales y finalmente, llegaron a las redes sociales, donde entre publicación y publicación, los anuncios suponían grandes beneficios para mastodónticas multinacionales como Meta, Google o Twitter.

Mientras nadie haga nada, las mujeres que destaquen en cualquier campo estarán siempre en riesgo de ser woman’d, de quedar encerradas en una especie de fantasía horrible de la que no es nada fácil salir. Sus méritos o deméritos reales no importarán demasiado y no les quedará otra que esperar a que, quizá algún día, llegue su redención.

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