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70 céntimos en el banco y 750 dólares pegados a una pierna: así fue el paupérrimo final de Billie Holiday

Indagamos en la vida de la cantante para conocer los motivos por los que terminó prácticamente arruinada.

Billie Holiday.
Billie Holiday.Getty

Por mucho que hayan pasado los años, hoy en día sigue siendo prácticamente imposible poder trazar una biografía fidedigna de la cantante Billie Holiday. En 1956, con la ayuda del escritor William Dufty, ella misma accedió a publicar sus vivencias en Lady Sings the Blues. Pero aquello no lo hizo únicamente por un motivo estrictamente económico, sino también porque concienzudamente quería hacer públicas unas memorias que ayudasen a construir su propio mito. Ella era más que consciente de que su vida se estaba apagando a pasos agigantados, por lo que el libro fue una oportunidad perfecta para engrandecer su leyenda aunque, desde entonces, se ha descubierto que aquellas páginas estaban repletas de medias verdades y datos cuanto menos ficticios.

De todos modos, lo que sí se sabe a ciencia cierta es que Lady Day, tal como la apodó su amigo íntimo Lester Young, falleció el 17 de julio de 1959 a los 44 años en una habitación del Metropolitan Hospital Center de Nueva York. Apenas tenía 70 céntimos en el banco y, pegados a su pierna, 15 billetes de 50 dólares que le había dado un periodista para comprar su testimonio. Y no solo eso: sus últimos días los pasó esposada en la cama de dicho centro hospitalario, alejada de sus seres queridos y las pocas pertenencias que le quedaban, tras ser acusada por la policía de un delito de posesión de drogas.

Al igual que en gran parte de las letras de sus canciones, lo suyo estaba predestinado a un final de todo menos feliz. Aun siendo violada con apenas 10 años en Baltimore por un hombre de cuarenta llamado Wilbert Roch; que como consecuencia de ello pasara dos días en un calabozo y tres años internada en el reformatorio católico para niñas de color Good Shepherd (por muy surrealista que ahora nos parezca, un jurado determinó que ella había sido la culpable de seducirle y él apenas fue castigado tres meses entre rejas) y que, una vez libre, empezara a fumar cannabis y se prostituyera junto a su madre por las calles de Nueva York recién cumplidos los 14, Holiday alcanzó su sueño. Meritoriamente, por mucho que la prensa se hiciera eco de todos sus escándalos, se convirtió en una de las estrellas más respetadas del jazz y el blues durante la década de los treinta y los cuarenta. Puede que su rango vocal fuera limitado, pero los eruditos de medio mundo la respetaban porque al cantar destilaba una emoción y una tristeza auténticamente genuinas.

La pregunta, de todos modos, sigue ahí: ¿cómo alguien como ella, que saboreó las mieles del éxito a pesar del racismo imperante en los Estados Unidos de la época, pudo morir prácticamente arruinada? Más allá del alcohol, por todos es sabido que de forma intermitente a lo largo de su carrera (ya que pasaba largas temporadas “limpia”) consumió grandes cantidades de droga, sobre todo heroína. Y a ese gasto descontrolado también hay que sumarle una larga lista de relaciones sumamente tóxicas con hombres que, más que amantes, eran auténticos depredadores que se aprovechaban violentamente de su fragilidad, sus triunfos y sus nunca rimbombantes ahorros.

Sin ir más lejos, su primer marido, el trompetista Jimmy Monroe, la introdujo en el turbio mundo de la heroína a principios de los cuarenta. En 1947, tan pronto terminó la relación, ella manifestó su voluntad de desintoxicarse. No obstante, justo en ese año fue cazada con sustancias ilícitas, permaneció algo menos de un año en prisión y, al salir, las autoridades neoyorquinas le revocaron la New York City Cabaret Card, la licencia que necesitaba para poder seguir actuando en los clubes nocturnos que tanto amaba. Aunque en 1948 pisó tres veces el prestigioso escenario del Carnegie Hall, el simple hecho de no poder cantar a diario en los pequeños locales de jazz de la Gran Manzana supuso para ella un mazazo peor que la propia cárcel. Volvió a recaer.

La cosa no mejoró. Su siguiente marido, el trompetista Joe Guy, era camello y también adicto a la heroína. Al divorciarse de él rápidamente lo reemplazó por su tercer esposo, Louis Mckay, un matón de poca monta de la mafia que intentó alejarla de las drogas. Este último parecía que iba a encarrilar su futuro, pero nada más lejos de la realidad. Su figura, tiempo después, sigue siendo de lo más siniestra: no solamente explotó laboralmente a la artista y le robó el poco dinero que tenía en aquel momento, sino que tras su histórico concierto el 11 de noviembre de 1956 en el ya citado Carnegie Hall (pocos meses antes de darse el sí quiero) no tuvo otra ocurrencia que felicitarla con un golpe en la cara que resonó en todo Manhattan. No cabe duda de que Holiday, ante todo, era adicta a los terroristas emocionales.

“No voy a dejar que nadie me engañe, con lo bueno que he sido con esta mujer… Si tengo una puta u obtengo algo de dinero de ella… no tengo nada más que hacer con esa zorra”, dijo el propio McKay en 1958 en una conversación telefónica que recoge el libro de Johann Hari Chasing the Scream: The First and Last Days of the War on Drugs.

En él se explica detenidamente cómo Harry J. Anslinger, quien dirigiera con mano firme durante tres décadas la Oficina Federal de Estupefacientes (la precursora de la DEA), siempre tuvo en el punto de mira a la autora de Strange Fruit, principalmente, por su color de piel.

McKay, fallecido en 1981, sorpresivamente heredó y gestionó el patrimonio de la cantante porque, aunque ya no estaban juntos cuando ella murió, nunca oficializaron su divorcio. Obviamente, se benefició de los royalties de los discos póstumos de Lady Day y, para más inri, participó activamente como asesor en la adaptación cinematográfica de Lady Sings the Blues, el biopic de 1972 protagonizado por Diana Ross inspirado en las memorias del mismo nombre. Sin duda, él no desaprovechó la ocasión para limpiar su imagen, ya que en el filme se le retrata como un hombre bondadoso, ejemplar y protector que amó pasionalmente a su esposa. Siempre se dice que la historia la escriben los vencedores, y en este caso no fue una excepción.

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