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¿Es comer demasiado bien una enfermedad?: La ortorexia se intensifica durante la pandemia

La falta de contacto social por los confinamientos ha aumentado el consumo de Internet buscando información sobre alimentos. En algunos casos, hasta convertirse en una peligrosa obsesión.

Bread
Getty

Comer saludable está bien. Si te quita muchas horas a la semana, empieza a preocuparte. Si te aísla de tu grupo social, genera conflictos en casa a la hora del almuerzo o te hace sentir culpable, tienes un problema. Todo empieza mirando las calorías y procurando dejar de lado la bollería industrial y los fritos. En este punto no hay ortorexia, solo un intento muy loable de cuidar tu aliementación. Más tarde se caen rotundamente del menú los guisos de cuchara de la abuela, el gluten de ese pan de pueblo que tanto te gustaba, los alimentos con colorantes, los que llevan conservantes, los que incluyen transgénicos, todo lo que apunta trazas de azúcar, lo que se ha tostado de más por si es cancerígeno y hasta la fruta y esa lechuga que no procede directamente de un huerto orgánico, porque vaya usted a saber dónde y cómo se han cultivado. En poco tiempo, se traza un sistema inquisitorial alrededor de la comida. Solo se puede ingerir lo que respeta a rajatabla una ortodoxia tan estricta que asfixia a quien la padece y acaba con los nervios de quienes le rodean.

Es la ortorexia. A diferencia de la anorexia, que es dejar de comer, la persona con ortorexia no se salta ninguna comida, pero mira con lupa cada micronutriente del plato. “Aún no está admitido como trastorno de la conducta alimentaria (TCA) en última versión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales o DSM-V, pero los síntomas lo son y lo tratamos como tal”, explica desde el gabinete O.R. Activa la psicóloga Susana Rodríguez Vargas, especialista en este tipo de problemas.

Tres son los signos que disparan las alarmas. “El primero es que comer les va aislando de los demás. Ponen excusas de todo tipo para no quedar a almorzar con amigos porque la comida que les van a servir no sigue sus normas a rajatabla”. Poco a poco desaparece toda la vida social que tenga que ver con quedar a tomar algo. Adiós al afterwork, adiós al aperitivo de mediodía el domingo, adiós a las tartas de cumpleaños, adiós a las celebraciones en la oficina con tortilla y un poco de jamón cuando un proyecto termina bien. En un país como España donde la comida tiene un alto componente social supone quedarse solos. Y con la sensación de estar incomprendidos.

Sentimiento de culpa

Salvo que te encierres en una granja, cultives tus propios vegetales y críes tu propio ganado (en el caso de que la ortorexia no conlleve un veganismo estricto), es difícil controlar al 100% todo lo que acaba en tu mesa. Tampoco es posible cuando vives en familia o en un piso compartido y otros se encargan de la compra. “Es fácil ingerir algo que se sale de esas normas tan férreas. Algo que contenga un ingrediente que ellos mismos no se permiten, o cocinado de una forma que no es lo suficientemente sana. Entonces se sienten culpables, con vergüenza y hasta asco hacia ese plato”.

El último rasgo distintivo de la ortorexia es que comer se convierte en una agonía. Si el alimento es la gasolina para el cuerpo y uno desea mantener el organismo en perfecto estado, cualquier alimento que no cumpla con los estándares que ellos mismos se autoimponen, por delicioso que esté, se comtempla automáticamente como un veneno. Como un combustible corrupto que va a destrozar el motor. Así es como ven esas croquetas que acaba de hacer su madre o la pizza cuatro quesos que acaban de encargar los compañeros de la oficina. “Están más preocupados por la calidad del alimento que por el placer de comerlo. Pero es que la ingesta de alimentos es un reconfortante biológico que, en circunstancias normales, genera placer en el ser humano. Estamos genéticamente programados para disfrutar comiendo. Y estas personas se desconectan de ese placer hasta el punto de convertirlo en un sufrimiento”.

El reverso tenebroso de Instagram

Hay más de 90 millones de publicaciones bajo el hashtag #healthyfood en Instagram. Casi 7,5 millones de #healthyrecipes y otros tantos de #healthybreakfast. La red social de las fotos pinta un universo paralelo donde no tienen cabida unas patatas bravas con amigos. Tampoco el cocido de la abuela. Todo es verde, luminoso, sanísimo. Con cuerpos esculturales, sonrisas de anuncio y pieles y melenas lustrosísimas cuyas portadoras atribuyen a haberse quitado de la dieta ciertos alimentos. “En Instagram hay culto a la imagen. Cualquiera puede entrar en las redes sociales, recibir esos mensajes de vida aparentemente perfecta y querer ser como ellos. Las estadísticas revelan que el 70% de los jóvenes se siente a disgusto con su cuerpo. En unos años los trastornos de la conducta alimentaria se han disparado de apenas 400.000 a más de medio millón. Y los casos de ortorexia crecen, incluso en edades muy tempranas. Tanto más este año de pandemia en el que, los confinamientos forzosos, han convertido las redes sociales en uno de los pocos modos de comunicarnos con el exterior”. Un año con poco contacto social y muchas horas para bucear en Internet buscando información sobre nutrición han disparado ese interés por la comida saludable a niveles obsesivos en algunos casos.

Esta psicóloga reconoce haberse topado con casos de niños con doce años con ortorexia. Los llevan a la consulta padres hartos de monsergas cada vez que se pone el plato en la mesa. Y muy preocupados por no saber cómo abordar un problema de un hijo que se desconecta por propia voluntad de la rutina familiar. “Los mayores de edad vienen por su propia voluntad, pero no plantean de buenas a primeras que tengan un problema con el control de la comida. Vienen porque se sienten a disgusto por otros temas, como su imagen. Aunque intuyen que hay algo más porque están sufriendo por normas que ellos mismos se autoimponen y que nadie parece compartir”.

Escudriñando en la lista de ingredientes

El retrato robot de una persona con ortorexia es amplio. Suelen ser jóvenes, mayoritariamente, mujeres, pero sube alarmantemente el porcentaje de varones. En muchos casos jamás ha habido un problema de obesidad. Solo quieren comer bien. “Pueden estar en su peso normal o no, incluso tener otros TCA”. Lo difícil es caer en la cuenta de que hay un problema. A fin de cuentas, siguen a rajatabla todas las recomendaciones en torno a comida saludable – aunque algunas interpretaciones sean cuestionables – que encuentran a su paso. Comen bien, sí, pero lo llevan a tales extremos que se les va de las manos.

Además, son especialmente permeables a la quimiofobia (considerar peligrosos los aditivos químicos, por más que las autoridades sanitarias sostengan lo contrario) así como a atribuir a los alimentos propiedades curativas casi milagrosas (aquí entran el aguacate, el kale, la kombucha…). “Comer bien les quita la vida. Pueden tirarse horas buscando recetas saludables y planificando el menú para mezclar bien los ingredientes y dejar fuera cualquiera no permitido. La compra es un calvario. Si cualquiera de nosotros una compra grande en el supermercado la hace en media hora o cuarenta minutos, ellos pueden tirarse horas escudriñando etiquetados. Comer de esa forma tan extrema te consume muchas horas y ahonda ese aislamiento. Al final, lo que parecía ser algo beneficioso acaba mermando su calidad de vida”.

De lo ‘saludable’ también se sale

La ortorexia se aborda siempre con terapia psicológica. “A veces también interviene el nutricionista porque hay que romper falsos mitos o creencias equivocadas que demonizan ciertos alimentos. Son personas muy estrictas, llegan incluyso a auto prohibirse alimentos que consideramos saludables, como la fruta, porque tiene azúcar. Me he topado con personas que llevan la ortorexia a tales extremos por falsas creencias nutricionales que excluyen casi todos los alimentos. Al final solo toman unos pocos y siempre lo mismo de forma repetitiva porque no se encuentran seguros. Te dicen ‘es que la procedencia de esta fruta no la tengo clara o es que no sé cómo se ha cocinado ese plato”.

La terapia hace hincapié en un concepto: flexibilidad. “No me gusta el mensaje de comer saludable porque puede conducir a estos casos extremos. Prefiero hablarles de comer de forma equilibrada y variada. Abordamos los alimentos en términos de frecuencia: hay alimentos de alta frecuencia, que deben estar presentes a diario en el menú; otros, de media frecuencia, que tomamos varias veces a la semana; y los de baja frecuencia, para ocasiones excepcionales. No son ni buenos ni malos. Todos son maravillosos, desde la fruta a la palmera del Mercadona con triple de chocolate. Lo que hace que sea o no saludable es la frecuencia con la que te acercas a ese alimento. Si te tomas una palmera hoy no va a tener incidencia en tu salud ni en tu composición física. Otra cosa es que la comas a diario. Igual con las frutas y verduras: si no las consumes nunca es que tienes una mala relación con esos alimentos y puedes tener carencias de nutrientes”

El mensaje final no puede ser más inclusivo: “Hay que nutrir cuerpo y mente. Los alimentos de alta y media frecuencia alimentan el cuerpo. Los de baja frecuencia alimentan el alma. Son los que íntimamente ligamos a momentos agradables, de ocio, de estar a gusto con amigos, de vida social. Y todos deben estar integrados en nuestras rutinas alimenticias”.

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