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Mi madre tiene terror a las arañas y yo también: ¿heredamos los miedos de nuestros padres?

¿Qué ocurre cuando los hijos llevan años conviviendo con los miedos de sus padres? Analizamos a través de voces expertas y testimonios cómo los temores muchas veces se heredan.

A veces nuestros miedos y temores son simples herencias familiares.
A veces nuestros miedos y temores son simples herencias familiares.Getty (Getty Images/fStop)

“Mi madre siempre sale a la calle con un paraguas en el bolso (incluso aunque esté nublado). Dice que se siente más segura por si de repente se le cruza un perro suelto. Crecer con ese tipo de comportamientos hace que, de alguna forma, interiorices esa necesidad de estar constantemente alerta ante el ‘peligro’ que supone que algún animal pueda acercarse”, explica Nuria periodista de 32 años que tiene miedo a los perros desde que tiene uso de razón.

Lucía de 24 años reconoce haber superado el pasado verano el mismo pánico a las motos que padecía desde niña y que su madre también sufre a día de hoy: “Nunca pensé que podría llegar a subirme a una moto. Desde que era pequeña, cada vez que veía una, sólo podía percibir terror, peligro o accidentes. Las motos para mí eran como algo que jamás podría llegar a tocar, como una especie de veneno al que si accedía me podía pasar algo muy malo”, relata.

Las anécdotas que describen Nuria o Lucía son sólo un par de ejemplos que evidencian el poder que puede llegar a tener el aprendizaje a través de la experiencia. Cómo si el simple hecho de ver una y otra vez las manías, los temores y las fobias de nuestros padres pudiese llegar a calar en nuestra forma de comportarnos y enfrentarnos ante la vida.

Jara Pérez, psicóloga especializada en terapia sistémica y transfeminista explica que “cuando un niño es pequeño y ve que sus padres tienen miedo a algo, éste aprende por modelado. De esta forma, cuando le dicen que algo es peligroso, el niño aprende esa idea y a partir de ahí adquiere el miedo. Si percibe la angustia o la ansiedad de sus padres respecto a un fenómeno concreto, ese aprendizaje también puede llegar por modelado”.

Aunque a priori pueda parecer una sensación superficial o sin importancia, el miedo es el punto sobre el que pivotan buena parte de las creencias limitantes que hacen que enfrentarse a la vida cotidiana no sea tan fácil como podríamos pensar en un inicio. El miedo puede disfrazarse de inseguridad para empujarnos a desconfiar de cada una de nuestras propias decisiones, pero también puede enquistarse en forma de trauma, cuando un suceso doloroso que sucedió en el pasado, nos bloquea cada vez que conecta con algún momento común del presente.

“He heredado de mi padre el miedo a los palillos. Cualquier palo pequeño, largo y afilado que pueda clavarse o hacer daño me pone muy nerviosa. Pienso en que podrían reventar un tímpano. Correr con palos en las manos, me da terror. Lo mismo me sucede con los huesos pequeños, de conejo por ejemplo. Temo que yo o mis hijos se ahoguen con ellos. Si antes ya les tenía miedo, desde que soy madre aún más. Ahora son ellos los que se ahogan, los que corren con un palo en las manos, un chupa-chup en la boca”, explica Roser de 38 años, quien también padece un miedo limitante a las alturas: “No puedo asomarme desde un balcón situado por encima de un tercer piso sin temblar. A mi madre le sucede exactamente lo mismo”, añade.

A la hora de conocer el origen y la procedencia de nuestros miedos, Jara Pérez considera importante diferenciar entre dos tipos de temores: “Mientras que los miedos adquiridos son aquellos que tienen que ver con nuestra historia, aprendizaje y también con nuestra familia, los universales están relacionados con aquellas situaciones en las que los seres humanos nos sentimos vulnerables de forma inconsciente. El miedo a las alturas o a la oscuridad serían miedos universales. Por eso, cuando un miedo adquirido o una experiencia traumática está ligada directamente a un miedo universal ese temor puede aferrarse aún más a nosotros. Es una mezcla entre naturaleza y aprendizaje”.

En su caso particular, Roser cree recordar el preciso instante en el que el miedo a los palillos y los objetos punzantes cambió su percepción del riesgo y, por tanto, también su manera de percibir la realidad: “Si no me equivoco fue en una boda. Mi hermana pequeña cogió una pluma de estas que se utilizan para decorar los pasteles y se la colocó en la oreja. Lo siguiente que recuerdo es sangre, hospital, urgencias y a mi padre muy nervioso. Desde aquello, cuando nos veía con algo similar a un palo lo pasaba muy mal, algo que le sigue pasando cuando ve a sus nietos jugar con cualquier objeto así”, comenta.

“Cuando vivimos un suceso traumático, como respuesta, el cerebro puede desarrollar un miedo o no. Es decir, habrá casos donde el cerebro reaccione disociándose al entrar en contacto con hechos vinculados al trauma, pero por lo general si hay un evento traumático el proceso natural es que el cerebro aprenda que eso puede ser dañino y, a partir de ahí, genere un miedo nuevo. Así, cuanto más traumática sea una experiencia que hayamos vivido, más miedo le tendremos a posteriori”, puntualiza Jara Pérez.

“En mi casa siempre hemos sabido que había una cucaracha porque mi madre pegaba un grito descontrolado. Y aunque cuando era pequeña mi padre, mi hermano o yo misma éramos los encargados de socorrerla, conforme me fui haciendo mayor comencé a darme cuenta de que ese miedo me limitaba a mí también. Alrededor de los 19 años, hubo un día que vi una cucaracha y me quedé paralizada. Mi miedo pasó de 0 a 100. No me dio tiempo a pensar de forma racional y comprender que era un bicho y no pasaba nada. Me tuve que ir corriendo”, narra Cintia de 34 años y añade que cree que ese cambio en su percepción del peligro se debe a que su exposición cotidiana a las cucarachas varió: “Cuando tenía 12 años nos mudamos y dejamos el barrio en el que crecí y donde había muchas cucarachas. Pasé de exponerme a ellas con normalidad, a ver una o dos cucarachas en un periodo de cinco años. Dejaron de ser algo que estaba acostumbrada a ver para convertirse en un bicho que me paralizaba por completo”.

Beatriz y su hermana viven algo parecido con las avispas, un terror que también han visto en su madre desde que eran niñas: “Nuestra madre es alérgica a las avispas y cada vez que ve una comienza a chillar y a correr por todos lados. Y aunque todo el mundo te dice ‘no te muevas, no hace nada’ es algo superior a nosotras. No podemos evitar movernos y salir pitando. Es una fobia. De hecho, a pesar de que con 13 años me picó una y comprobé que no era para tanto, a día de hoy, tanto mi hermana como yo seguimos gritando y huyendo despavoridas junto a mi madre.”, relata Beatriz de 37 años.

En esta línea, Jara explica que un miedo y una fobia no son exactamente lo mismo. Mientras que “los miedos son algo con lo que más o menos podemos aprender a vivir, la fobia es mucho más intensa, irracional y tiene carácter patológico”.

De hecho, tal y como recoge este ensayo llevado a cabo por el Hospital Universitario 12 de Octubre, uno de los principales problemas de los pacientes que sufren una fobia es el proceso de ansiedad que se desencadena cuando esa persona entra en contacto con la situación que le despierta el terror. Como posible solución, los investigadores observaron que el tratamiento cognitivo-conductual puede llegar a mejorar los síntomas de una fobia específica. Así y después de probar terapia de exposición y técnicas de violación de expectativas en un paciente de 12 años de edad, comprobaron que tras este proceso el niño pudo exponerse a sus miedos hasta reducir completamente sus niveles de ansiedad.

 ¿Podemos hacer algo para que los niños no hereden los miedos?

 “Es algo que me obsesiona, que me pregunto casi constantemente. ¿Hay alguna forma de no pasarle mis miedos a mis hijos? Pero creo que no lo he conseguido porque mi hijo ya tiene miedo a las palomas. Así que he fracasado estrepitosamente. Creo que los miedos más tangibles (palomas, perros, hombres de noche por una calle vacía) son más difíciles de disimular. Me gustaría poder ahorrárselos, ser capaz de verbalizarlos y actuar dignamente ante ellos. Sin embargo, me cambio de acera cuando hay demasiadas palomas juntas o estoy intranquila si tengo las tengo a mis pies mientras tomo algo en una terraza. Y mis hijos, que son mi sombra, lo ven y se cambian de acera conmigo. No pasa nada por aceptar los miedos, simplemente creo que hay que intentar que no nos invaliden y que ellos aprendan que eso también está bien. Por otro lado, los miedos más internos, más profundos en contenido y forma son más fáciles de mantener en el espacio privado de mi cabeza. O, al menos, eso espero y deseo”, narra de nuevo Roser.

“Me gustaría que mis hijos, si los tengo en un futuro, no sufrieran el miedo que yo tengo a los perros y a los gatos. Sé que en mi casa no voy a querer tener animales, pero quiero que aprendan a convivir con ellos con naturalidad. No quiero que, como a mí, les condicione su vida. Yo he llegado a irme con un ataque de ansiedad después de cenar en casa de una amiga porque tiene gatos y he dejado de asistir a planes porque sabía que había animales. Incluso he tenido parejas con perros y he tenido que acostumbrarme a ellos porque soy muy empática y lo paso mal si veo que encierran a un animal en otra habitación por mi culpa. Por eso quiero que mis futuros hijos vivan más tranquilos en ese aspecto”, comparte Nuria respecto al miedo a los animales que ha heredado de su madre.

En este aspecto, Jara Pérez es realista y reconoce que es muy difícil evitar que un niño no perciba el miedo que sienten sus padres ante determinados acontecimientos, ya que no percibirlo significaría que sus progenitores están fingiendo parte de su comportamiento, algo que también podrían llegar a notar: “Cuando hablamos de padres ansiosos y fóbicos es casi imposible que los niños no se den cuenta de la angustia que estos sienten y es así como llegan a aprenderlos e interiorizarlos. Los niños tienen el radar finísimo para darse cuenta de qué tipo de situaciones son capaces de despertar ansiedad en sus padres, básicamente, porque se trata de sus cuidadores y dependen de ellos. La mejor forma de no transmitir nuestras angustias a los hijos no es esconderlas, sino trabajarlas para que realmente bajen en intensidad”, explica la psicóloga.

Desirée de Fez, crítica de cine y autora de Reina del grito, un libro que narra distintas historias en torno al miedo femenino, ha creado recientemente un podcast sobre la misma temática. Su objetivo es romper el estigma y la vergüenza que a veces sentimos respecto a nuestros miedos para darle la vuelta y convertirlo en el centro de la conversación con sus invitadas. Así, en su primer programa, la cineasta Belén Funés se sincera sobre sus propias vulnerabilidades y habla sobre cómo la baja autoestima también se puede convertir en un miedo en sí mismo ya que ésta regula la relación que mantenemos con el entorno.

Y es que, aunque desde el punto de vista de la lógica pueda sonar contradictorio, conforme más mayores nos hacemos, más miedosos nos volvemos. Es decir, en lugar de sentirnos más envalentonados para enfrentarnos a cualquier circunstancia de la vida con 40 años, en términos generales, somos más miedicas que a los 13. La razón que lo explica tiene que ver, según Jara Pérez, con algo que algunos psicólogos denominan el abandono de la omnipotencia: “Cuando somos más pequeños tenemos ese sentimiento de omnipotencia, como de sentir que no nos puede pasar nada. Sin embargo, conforme crecemos vamos viendo que la vida también tiene una cara oscura, vamos acumulando experiencias negativas y vamos viendo como a la gente de nuestro alrededor les pasan cosas malas y eso hace que se vayan generando ideas nuevas en torno al miedo. Obviamente, también se van generando recursos nuevos que nos ayudan a enfrentarnos a ellos porque si no estaríamos todas cagadas a los 40 años, pero claro parte del proceso de madurar y hacernos mayores es abandonar esta idea de que no nos puede pasar nada”, concluye la psicóloga.

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