_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miedo a una misma: cuando la peor película de terror es el espejo

Para muchas mujeres enfrentarse al propio reflejo puede ser un género específico de terror.

Tribuna Desiree
Ilustración de Ana Regina García

Hace un año publiqué Reina del grito, un libro en primera persona sobre los miedos femeninos (aunque la mayoría no tienen género). Para contar esos miedos usé como espejo las películas de terror que me habían marcado. Al escribirlo, nunca tuve dudas de que quería hablar de determinados miedos, como a volver sola de noche a casa, a enfermar, a la pérdida, a la muerte o a fracasar. Sin embargo, aunque los llevo incrustados desde niña, no acababa de ver claro si era buena idea hablar de los miedos en torno a mi cuerpo, del que siempre he sido demasiado consciente. En realidad, veía claro hablar de algunos, como los que experimenté en mis embarazos: los cambios en el cuerpo durante la gestación me parecían lo bastante llamativos para incluirlos y hablar del desconcierto que provocan. Sin embargo, pese a estar muy presentes en mi vida, no estaba tan segura de poder incluir otros miedos relacionados con el cuerpo, entre ellos el miedo a engordar, a envejecer o a alejarme poco a poco de un ideal de belleza. Sentía que no podía igualar esos miedos a los otros, que no tenía derecho: ¿con qué desfachatez metía en el mismo libro el miedo a la pérdida y el miedo a no entrar en un pantalón? Los esquivé de inicio por superficiales. Los negué. Los ridiculicé. Pero reaparecían todo el tiempo. No solo se colaban en mis recuerdos, sino que me demostraban lo ligados que estaban a miedos que consideraba más importantes. El miedo a no gustarme era parte de mi miedo a no ser aceptada en distintas facetas de mi vida, como la profesional: ¿si engordo me seguirán llamando para hacer tele? Y el miedo a verme mayor, a no reconocerme en los recuerdos que me sugiere el iPhone o en las fotos que me sacan otros (en los selfis que compartimos, no en los que borramos, somos quien nos gustaría ser), era parte de mi miedo a lo rápido que pasa el tiempo y, por extensión, a la muerte.

Esos miedos que, de inicio, había descartado por superficiales también me revelaban poco a poco sus razones, y la mayoría tenían que ver con un exterior obsesionado con la belleza y la juventud. No es fácil crecer con esa presión que siempre se ha cebado más con nosotras que con ellos, ni siquiera cuando eres una persona adulta que entiende y asume. Ni siquiera cuando entiendes y asumes lo profundo (no vas a ser siempre joven) y lo aparentemente superficial: cuando llegas a cierta edad, mantenerte guapa y delgada es carísimo. Las secuelas de tantos años bajo el doble yugo de la belleza y la juventud, más aún si en determinados momentos ese yugo apretó o aprieta más de lo normal (en mi caso, una relación complicada con la comida), no desaparecen así como así. Y no es fácil crecer con esa presión cuando el exterior, aunque cambie poco a poco, sigue obsesionado con detener el tiempo y embellecerlo todo. Por mi trabajo, vivo rodeada de imágenes y detecto todo eso en las películas, en las series, en la cultura. Y, pese a pequeños milagros, seguimos siendo esclavas de esa doble dictadura, de una imagen distorsionada de la realidad, de una representación única, embellecida y rejuvenecida del mundo que nos cala hasta los huesos. Los personajes femeninos en la cuarentena suelen ser interpretados por mujeres de 30; las actrices empiezan a tener dificultades para conseguir papeles al cumplir los 40; la decisión de cualquier mujer conocida de someterse a un cambio estético es noticia, cuando no motivo de comentarios desafortunados; el drama en la ficción de los personajes con sobrepeso suele ser que tienen sobrepeso; el rejuvenecimiento de algunas actrices en las películas empieza a ser terrorífico (lo de Nicole Kidman en Ser los Ricardo no tiene sentido), como lo es el retoque en los pósteres, en los que todas las actrices son la misma mujer negada de expresión porque les han quitado las arrugas y, de paso, el alma; y los cambios de peso pueden llegar a ser más importantes que el talento. Se habla más de Lena Dunham por su sobrepeso que, precisamente, por ser una de las mujeres que mejor ha hablado de la relación que tenemos con nuestros cuerpos.

No tengo duda de que el cuerpo es uno de los grandes temas del presente. Estoy fascinada con eso, recibo con entusiasmo toda película, serie o libro que hable del cuerpo de manera distinta, que reflexione sobre él en otros términos, cuanto más intuitivos y arriesgados mejor. De ahí mi obsesión por Titane (2021), donde Julia Ducournau experimenta con la representación del cuerpo y dispara así un arsenal de ideas, reflexiones y dudas renovadas y fascinantes. Sin embargo, me preocupa que esos nuevos discursos sean minoritarios y no trasciendan. Por eso me agarro a ellos con fiereza, porque estoy convencida de que los miedos sobre el cuerpo que arrastramos (y cometemos el error de considerar superficiales) se desvanecerán cuando la realidad se represente como tiene que ser, de la forma más abierta, plural, integradora, cambiante y mutante posible.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_