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El año del cotilleo: cómo la vida virtual de 2020 nos llevó a criticarlo todo

La pandemia ha acelerado la moralina y los juicios de valor sobre el resto, especialmente en la conversación digital.

Man Talking to Back of Another Man’s Head
Getty

Explorar el millar y pico de fotografías de Instagram agrupadas bajo el hashtag #GraciasCovid es un ejercicio de simbólicos contrastes. Están las usuarias que tiran de sarcasmo para denunciar, copa de vino en mano, que ya no pueden hacer nada más que beber solas #EnCasa, las instructoras de fitness que recurren al #GraciasCovid para vender sus prácticas tablas de ejercicios domésticas o las que agradecen al encierro haber aprendido nuevos hobbies. Pero, sobre todo, están los que estos últimos nueve meses se han dedicado a subir imágenes de playas u horizontes idílicos en un año en el que el turismo colapsó por imposición sanitaria. Fotos en las que se ha escrito de forma sincera, y sin ironía alguna, ese #GraciasCovid, agradeciendo a una pandemia global el placer egoísta de estar a solas de forma exclusiva en una playa o en un mirador que antes se antojaban bulliciosos por la plebe. En agosto, una captura de una de esas fotografías llegó cargada de ira a uno de mis chats de WhatsApp, donde se criticó duramente el uso de ese #GraciasCovid mientras la gente seguía muriéndose en los hospitales y residencias. Esa imagen, la de un niño de espaldas en una barca de paseo en las Baleares («Lunch break de lunes en Menorca #GraciasCovid»), no hubiese despertado ningún tipo de tensión otro verano cualquiera por la estampa que recreaba, pero este verano todo era distinto. Todos habíamos cambiado y no sentaba precisamente bien que alguien alardease a nuestros ojos de teletrabajar y poder comerse el tupper en un barco al mediodía en calas cristalinas. Nuestra moralina y nuestro aguante, quisiéramos o no, también había cambiado.

Tras la exitosa temporada de ‘policía de balcón’ de marzo y abril y la de analistas en criminología del desconfinamiento, aquella en la que florecieron expertos en conteo de humanos en fotos tomadas en plazas entre mayo y junio, en verano abandonamos satisfechos el cuerpo de policía para meternos de lleno en un nuevo horizonte laboral: el de moralista de Instagram: «¿Qué hace menganito subiendo un #BestSummerEver en esa foto de playa mientras aparca su bici?», nos preguntábamos atónitos ante la incapacidad de algunos de calar el ambiente. ¿Es que nadie entendía nada o es que nos habíamos convertido en ese cliché retrógrado de ser humano avinagrado y lengua viperina que tanto habíamos detestado y gozado a partes iguales en novelas (o películas) como La edad de la inocencia? Muchos no lo decían públicamente o en voz alta, pero ahí estaban todos esos chats personales echando humo, escondidos en las pantallas de nuestros móviles, donde nos hemos puesto a caldo sin filtro alguno apelando a la moral del bien común. En 2020 el lenguaje de los abanicos victoriano regresó en forma de notificaciones de WhatsApp.

A quien más y quien menos, con mayor o menor grado de arrepentimiento a posteriori, le ha invadido ese espíritu supercriticón moralista en este año pandémico. Especialmente por lo que veía en las redes sociales. Ya lo era en el pasado, pregunten si no a cualquier mujer de su entorno para comprenderlo, pero la conversación digital ha alcanzado cotas alarmantes de angustias y de suplicio existencial sobre qué se podía compartir sin provocar la ofensa moral de los demás. Hacer scroll un día cualquiera, especialmente cuando aquellos a los que seguimos en línea no estaban sujetos a nuestras restricciones por emergencia sanitaria, era el auténtico territorio comanche de la ejemplaridad para unos o la desvergüenza total de otros. ¿Término medio en la moralidad? ¡Nunca en 2020 si paseabas por Internet!

¿Lo comparto o no? (Más) desorientadas en lo digital

Cuando todo cambia, ¿qué valor tiene nuestro relato personal en las redes, en un momento, precisamente, en el que el ‘yo’ no tenía ningún sentido para la supervivencia de todos«Publicar o no publicar fue una pregunta que me hice sin cesar una y otra vez a medida que 2020 avanzaba […] Después de una década de ser el filtro de la realidad, redefiniendo nuestras relaciones con nuestros amigos, nuestros cuerpos, nuestras aspiraciones y nuestras personas favoritas, Instagram se convirtió de repente en uno de los principales portales al resto del mundo exterior y simplemente no era el adecuado para expresar el abanico de experiencias emocionales que atravesábamos», escribe la editora jefa del New York Magazine, Stella Bugbee, sobre esta desorientación global en la etiqueta digital en un año en el que todo mutó de golpe. La repentina irrupción de esa hipersensibilidad moral a tenor de las circunstancias se sumó al estrés prepándemico de la exposición digital, un doble combo que desprendía que nadie podía salir indemne al interactuar digitalmente, a menos, claro, que se haya posteado alineándose con alguna forma de activismo racial o por la igualdad social, únicos espacios seguros para predicar algo al mundo desde nuestras plataformas.

Más perdidas que nunca andábamos en Instagram. En una red que había hecho del narcisismo y de esa ‘cultura del yo’ su bandera desde que Facebook se hizo con ella y monetizó nuestra experiencia, donde todos ya hemos asumido lo de vendernos como marcas unos a otros, ¿qué se podía subir cuando eso, precisamente, estaba terriblemente mal visto? «El narcisismo o la demanda de validación se antojaron como groseros en plena discordia social. Estar tan flagrantemente involucrado en uno mismo públicamente se ha visto como inapropiado en este momento«, sentencia al respecto Bugbee.

No habremos tenido un «que coman pasteles» como el de Maria Antonieta, pero sí se popularizó el #Guillotine2020, un fenómeno en contra de aquellos que exhibían sus privilegios en un año en el que, más que nunca, se tomó conciencia del 99% que no los disfruta –el fenómeno, por cierto, trascendió más allá de la queja en hashtag: un desconocido plantó una delante de la mansión de Jeff Bezos–. También quedará para el recuerdo del sonrojo colectivo que provocó aquella estrategia estéril de empatía de los famosos cantándonos Imagine o el Resistiré desde sus jardines infinitos mientras el resto del mundo se hacinaba en hogares que no estaban preparados para encierros así de severos. En tiempos en los que compararnos unos a otros (y nuestros privilegios) ha sido deporte nacional, no extraña que se hayan redactado noticias tipo ¿Para qué sirve un famoso en 2020? o la invasión del #Openyourpurse («abre tu monedero») en los comentarios a las publicaciones de selfies de celebrites confinadas en Instagram. La situación más impensable de 2019, de repente, se había se hacía realidad: ahí estaban los seguidores y palmeros del pasado diciendo a sus estrellas favoritas: ‘Eh tú, millonaria, abre el monedero y paga a los sanitarios y deja de mandar oraciones, tus oraciones no salvan vidas’. La celebrity culture también colapsó y ahí sigue perdida: arrinconados y sin saber qué hacer, la última moda del año en Instagram entre famosos es subir montajes de sus retratos con minifamosos a sus hombros que rimen con su nombre. Nadie entiende nada, pero ahí están, intentando encajar y gustar de nuevo, saludándose solos y menciónandose como los incels inadaptados de los cursillos de Álvaro Reyes.

El gozo del cotilleo

«El moralismo simplista y exagerado que existe en la red ha sido durante mucho tiempo tedioso, pero la pandemia lo ha acrecentado aún más», sentencia Rachel Connolly en su ensayo El año del cotilleo, donde describe esa sensación que nos ha apelado a todos en algún momento. Con las discotecas y los bares cerrados, sin fiestas a la vista, sin encuentros fortuitos con desconocidos, apoltronados en nuestros grupos burbuja y con la conversación digital intoxicada de exaltados listos para replicarte hasta la foto de un gatito recién nacido, una podía cansarse rápidamente de tener que interactuar únicamente para hablar sobre libros o el último fenómeno de Netflix con sus allegados.

Esto mismo es lo que pasó a Connolly, que no ha dudado en desarrollar un peculiar hobby durante el año pandémico y escribir sobre cómo pidió chismorreos de desconocidos a sus conocidos. «En el año en el que pasó de todo, y a la vez no pasaba nada, me cansé rápidamente de hablar sobre las noticias (siempre eran malas) o preguntar a la gente qué tal estaban (casi siempre no pasaba nada). Así que adquirí el hábito de pedirles a mis amigos cualquier chisme que tuvieran de sus círculos. No tenía que conocer a las personas involucradas; no eran historias interesantes debido a mi conexión personal porque era inexistente. El objetivo de estas conversaciones no era la condena o el juicio. Lo que buuscaba era la identificación con personajes particulares, pensar en cómo manejarías ciertas situaciones y recordar todas las cosas extrañas y terribles que todos hacemos todo el tiempo». Algo así como pegarse un atracón de episodios del podcast Modern Love, pero charlando sobre los amigos de tus amigos. El puro gozo de chismorrear como estrategia evasora.

Privados de estímulos, las habladurías de los demás cobraron una nueva dimensión nostálgica que en algunos casos funcionó como un escape gratificante: ahí está el furor por la arqueología del «conti vintage», el gustazo de rememorar el pasado que recogieron en pleno encierro Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en el episodio El Recuerdo en su podcast Deforme Semanal Ideal Total o los elevados niveles de tráfico digital que han suscitado este 2020 aquellas noticias que apelan directamente a anécdotas pasadas de famosos. El salseo retronostálgico ha sido una salvación para muchos.

Rajar por el subidón

Un adicto sabe lo que es un subidón. Rajar de los demás, en tiempos en los que verse ya es un acontecimiento en sí mismo, también puede serlo en 2020. En Mi extraña nueva adicción, una de las últimas newsletters de AJ Daulerio en The Small Bow, el periodista (y exalcohólico) hace balance del año y descubre que, para él, el acto de criticar a un tercero a viva voz, verbalizarlo, después de meses de encierro, fue un auténtico chute de oxitocina que le recordó a sus juergas y estrategias adictivas del pasado. «La semana pasada quedé para ponerme al día con un viejo amigo y me encontré con la oportunidad de compartir una historia que tuve en mi mente durante meses y que me prometí a mí mismo que no dejaría salir a la superficie. ¿Quieres escuchar esto?, le pregunté. Antes de que pudiera dar una respuesta, comencé a insinuarlo, y ahí los caballos simplemente salieron por la puerta del granero imparables. Oh, te lo diré, es demasiado bueno … Lo compartí y la persona me confirmó que la historia estaba en el ¡Oh, Dios mío! en la categoría de historias monumentalmente jodidas. Incluso me felicitó sorprendido por haberla retenido tanto tiempo en mi cabeza».

Un adicto, como Daulerio también sabe que la bajona no perdona. «Después, el bajón fue terrible. Le envié un mensaje de texto a mi amigo intentando retrodecer: Tío, me siento fatal por lo que te he dicho. Por favor, no se lo cuentes a nadie». No hay nada peor que descubrir que nos convertimos en todo aquello que detestamos por un mísero y cruel subidón. Pero bendito sea y qué bien ha sentado tenerlos en el año del gran bajonazo.

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