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Pon esa serie tonta que no quiero comerme más la cabeza: en defensa de la cultura de la evasión

Aferrarse a la televisión ambiental con series banales o a memes, webs y estrategias para escapar del peso de la realidad también es un acto de resistencia.

Ilustración de Anna Haifisch*
Ilustración de Anna Haifisch*

Dice Lizzie, la protagonista de la novela de Jenny Offill Clima (Asteroide, 2020), que cuando está tan agotada que no puede más con la vida se tira a su sofá «para ver vídeos de cabras que chillan como mujeres». El método de escape de la ensayista y catedrática Jenny Odell, autora de la biblia de la desconexión para la reactivación política, How To Do Nothing (Melville, 2019), es conectarse a webs que transmiten a tiempo real la imagen y sonido de nidos de águilas. «Cuando trabajas mucho, y simplemente actualizas Twitter una y otra vez, tienes esta extraña mezcla de urgencia, pero también de que el tiempo se ha detenido. Yo siempre tengo una pestaña abierta con una cámara de aves«. En el chat de Slack de la redacción de esta revista, que teletrabaja desde marzo y donde el nivel de estrés es proporcional a la cantidad de memes absurdos que compartimos para aliviarnos, funcionamos bajo esa dicotomía de Odell. En el pico de ansiedad por el conteo de votos de las elecciones estadounidenses, una versión con ritmo tribal del vibing cat –el meme del gato que mueve rítmicamente su cabeza con los ojos cerrados, gozándolo y en éxtasis– fue nuestra salvación en una jornada en la que otros titulares más urgentes deberían haber copado nuestra concentración. Fue ese clip específico, y no cualquier alerta informativa sobre Pensilvania o Maricopa (Arizona), el bálsamo unificador ante un asfixiante noviembre en el que parecía que todo siempre podía ir a peor.

«La distracción no es un capricho, es una necesidad«, advierte la profesora de Filosofía en Bard, Marina van Zuylen, en A favor de la distracción (Elba, 2019). Razón no le falta. Ahí está el fenómeno televisivo del año pandémico, Emily in Paris, la serie facilona y repleta de clichés sobre una publicista en París que todo el mundo se tomó en broma, pero que nadie pudo dejar de ver (mientras hacía otras cosas) y que ya tiene asegurada segunda temporada.

«El propósito de Emily in París es darte motivos para mirar tu smartphone y refrescar tus feeds. Está bien. Puedes mirar tu teléfono todo el rato, parece mostrar el show«, escribe Kyle Chayka en The New Yorker sobre el furor irónico por una serie incapaz de consumirse para pensarse, en las antípodas de la prestige TV (aquellas series del metaanálisis de la cacareada edad de oro televisva) y que lidera el auge de lo que el cronista etiqueta como  la nueva «televisión ambiental«. Un nuevo fenómeno, a medio camino entre la slow tv que triunfó en los 2000 –¿recuerdan aquellos canales en los que solo había peceras o chimeneas durante las 24 horas?– y el consumo fragmentado y multiplataforma con el que convivimos. Basta con echar un vistazo a las novedades del catálogo de Netflix para certificarlo, repleto de series, películas y programas de telerrealidad que parecen pensados para que una haga otras cosas mientras los tienes puestos –mirar Twitter, poner una lavadora, refrescar Twitter de nuevo– y no tener que comerse la cabeza ni quemar muchas neuronas en su visionado.

Una escena de ‘Emily in París’.
Una escena de ‘Emily in París’.

No solo pasa en Netflix. El Election Distractor, un especial que ideó el equipo de The New York Times para que sus lectores se aliviaran de la ansiedad informativa, contó con mayor aceptación y furor viral que muchas de sus informaciones sobre las elecciones estadounidenses. Allí se podía «perder un minuto de tiempo» contemplando precisamente eso, un minuto de arena volcándose en un reloj de arena; quemar simbólicamente palabras que tecleásemos para deshacernos del mal karma del 2020 (llámenlo hechizo o pensamiento mágico digital) u observar la belleza en movimiento de medusas a través del océano. Simultáneamente, también arrasó la web WindowSwap, que bajo el lema «Abre una nueva ventana en cualquier lugar del mundo«, transforma nuestra pantalla en una socorrida pestaña de evasión para saltar de vista en vista, y de ventana en ventana, dejando que lo que observan otros desde sus casas, ya sea un bosque californiano o un muro de ladrillo en Melbourne, invada nuestro ordenador como metaventana del experimento.

Entre la fantasía de la anestesia mental y el ansia de no querer pensar más, el auge por estas estrategias de distracción certifica una urgencia por mirar hacia otro lado, más amable y menos parco, cuando todo se pone cuesta arriba. En realidad, llevábamos años preparándonos para hacerlo, entrenando al algoritmo burbuja para airear nuestros feeds con posts de memes irónicos, imágenes retronostálgicas o vídeos silenciados de naturalezas paradisíacas en Instagram. Los agoreros dirán que este repentino afán por la vida en modo ambient certifica nuestra parálisis política. Que estamos ante otro privilegio de desconexión de la realidad para la desactivación ideológica. Algo de razón llevan, pero cuando la otra epidemia, la de la productividad, llama a nuestra puerta en medio de una pandemia, nada sienta mejor que darse el gustazo y distraerse sabiendo que eso que hacemos ni es productivo ni es provechoso. Eso también es autocuidado.

*Preguntada por su estrategia evasora favorita, la ilustradora de este artículo, Anna Haifisch, recurrió al Dog of Wisdom, tal y como ilustra encabezando este texto.

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