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Contra la hipocresía de «el virus no entiende de clases»: por qué la empatía radical es el antídoto a la era de la desconfianza

Olvida lo de ponerse ‘en los zapatos de otro’. Ahora que el egoísmo se prohíbe por decreto, la ‘empatía radical’ es un mecanismo de supervivencia frente a la distancia social.

Ilustración de Rachel Sender
Ilustración de Rachel Sender

Bautizadas como «las mascarillas egoístas» por Fernando Simón por aquello de que solo protegen de contagios a quien las lleva y no al resto, el Gobierno de la Comunidad de Madrid prohibió a mediados de agosto el uso de los modelos FPP2 y FPP3 si no es por motivos estrictamente profesionales. No más egoístas paseándose por nuestras calles alardeando de válvulas faciales que solo salvan a quien las luce. En 2020, la supervivencia será pensada en grupo o no será.

Aunque Susan Sontag clamase por activa y por pasiva aquello de que «la enfermedad es solo enfermedad» y que nos dejásemos de metáforas y peroratas bélicas para convertirla en una batalla, la gestión pública y privada de los comportamientos y afectos derivados de este virus sin cura a la vista (véase esa prohibición del individualismo en mascarillas) prueba hasta qué punto hay una lucha colectiva en la que estamos transformando nuestros pilares morales respecto a nuestra relación con los demás.

En un paradójico giro del destino, justo cuando invertíamos una ingente cantidad de tiempo en nuestra necesaria marca personal, nos invade un virus invisible que dilapida la lógica de la glorificación del sujeto aislado como forma de progreso. En la nueva esfera pandémica, además, más te vale no chillarme tu opinión. The Atlantic publicó a finales de agosto las ventajas del silencio como estrategia antiviral: hablar bajito reduce en un 80% la producción de aerosoles, las gotas más pequeñas que expulsamos al facilitar el paso del aire en nuestro cuerpo. El silencio, directamente, lleva a una reducción del 98% de esta emisión que incita al contagio. El coronavirus también llegó para decir que el individualismo no importa y por qué no te callas si quieres que todos sigamos juntos en esto.

Cuesta contenerse, ciertamente, sabiendo que esta nueva crisis ha disparado las brechas sociales (según Bloomberg, las 20 personas más ricas del planeta han aumentado sus fortunas en 300.000 millones durante la pandemia) y comprobado cómo el racismo o machismo sistémico se expanden sin contemplaciones (El País recogía que esta crisis dejará a 118 millones de mujeres latinoamericanas en la pobreza extrema). Ahora que lo común se pone en el centro y el sentido (común) se impone para sobrevivir, aferrarse a los lemas hipócritas del «estamos juntos en esto» o «el virus no entiende de clases y razas», implorar la responsabilidad personal, no sirve de nada si se ignora la brecha entre los que más tienen y los que más sufren.

Cuando la ensayista Leslie Jamison se adentró en el turismo de catástrofes y comunidades rotas en Visita guiada al dolor (I), un ensayo incluido en la antología El anzuelo del diablo: sobre la empatía y el dolor de los demás (Anagrama, 2015), recuperó la noción del «dolor negativo» del filósofo Edmund Burke, formulada en su teoría de lo sublime: «La idea de que un sentimiento de miedo –acompañado de una sensación de seguridad y la posibilidad de mirar hacia otro lado– puede producir regocijo». No hay empatía ninguna por el destino de la humanidad, y sí mucho «dolor negativo» cada vez que alguien, desde la comodidad de su jardín privado, se indigna en redes sociales al ver imágenes de plazas de barrios de extrarradio abarrotadas, sin tener en cuenta que esa gente son esenciales que buscan aire libre y hacen malabares con la distancia social, tratando de encajar en un urbanismo ideado para que durmiesen, y poco más, antes de volver al centro a trabajar.

Frente a este desequilibrio kármico global, en la convención demócrata estadounidense, Michelle Obama apeló a la empatía como anclaje emocional a este embrollo: «Ahora los niños ven a gente chillando en tiendas porque otros son incapaces de llevar mascarilla y garantizar que todos estamos seguros. Ven que la codicia es buena y que ganar lo es todo porque, mientras estés en la cima, no importa lo que le pase a los demás. Y ven cómo la falta de empatía se convierte en un desprecio absoluto por el otro». Obama retrataba así la era de la distancia social –y del algoritmo burbuja–, en la que cada vez es más difícil encontrar algo que nos conecte. «Me he pasado la vida rogando por encontrar la empatía», decía al New York Magazine Michaela Coel, la autora y actriz principal de Podría destruirte, una serie basada en su experiencia personal, en la que la protagonista acaba intentando entender (y abrazando, literalmente) a un violador que la drogó y, estando inconsciente, la agredió en un baño apestoso de un bar.

Coel sitúa su experimento de ficción en la empatía radical. Una postura que también ha desarrollado Isabel Wilkerson, primera periodista afroamericana en ganar el Pulitzer, y que propugna superar esa (a veces) noble, pero pobre imagen de ponerse en los zapatos de otro. «Da una falsa sensación de competencia emocional y solo se centra en ti. Es confuso porque da a entender que conocemos mucho más de lo que hacemos y que sabemos cómo esa otra persona debe estar sintiéndose». Como cuando los reaccionarios del #MeToo repetían sin cesar aquello de «si mi jefe me acosara, correría a denunciarlo». Eso no es empatía. Wilkerson lo resume de forma precisa: «Esto va sobre la generosidad de abrir tu mente a la experiencia verdadera del dolor con perspectiva del otro. Porque esto no va sobre ti y sobre lo que tú harías en una situación en la que no has estado y, probablemente, nunca estarás».

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