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Así descubrió la humanidad que lavarse las manos es fundamental: tras la muerte de cientos de mujeres en el parto

Fijándose en el trabajo de las matronas, un médico húngaro relacionó en el siglo XIX la falta de higiene de los doctores con la mortandad del área de maternidad de un hospital austriaco. Repudiado al principio, su descubrimiento revolucionó la medicina contemporánea.

'Antes de la operación' de Henri Gervex, 1887, expuesto en el Museo Orsay de París.
'Antes de la operación' de Henri Gervex, 1887, expuesto en el Museo Orsay de París.getty
Javier Caballero

El 20 de marzo, Google abría su página principal con un doodle que mostraba cómo lavarse las manos correctamente. La decisión, cuando autoridades sanitarias como la OMS insisten en la importancia de esta rutina para evitar el contagio de coronavirus, no sorprende.

Al lado de este tutorial animado, aparecía el dibujo de un señor que cronometraba la tarea. No era una ilustración casual. La plataforma homenajeaba al médico húngaro Ignaz Semmelweis. A él se le atribuye el descubrimiento de la importancia del lavado de manos. Ya el polémico escritor Louis-Ferdinand Céline (el segundo autor francés del siglo XX más traducido, solo por detrás de Marcel Proust) reconoció su tarea en su ensayo de 1952 Semmelweis (Marbot). Y, sin embargo, el obstetra aquincense falleció en un centro psiquiátrico sin ver aceptada por su gremio la revolución sanitaria que comenzó hace más de 170 años.

Nacido el 1 de julio de 1818 en Buda (actual Budapest), Semmelweis se mudó a Viena para estudiar medicina y luego especializarse en obstetricia, rama dedicada a la atención de las mujeres durante el embarazo y el parto. En 1846, entró a trabajar en la Primera División del servicio de maternidad del Hospital General de la ciudad. Allí, pronto le sorprendió un hecho. Como recoge un estudio de la revista científica estadounidense BMJ, en el área donde los médicos y estudiantes atendían a las embarazadas morían más mujeres tras el parto (hasta un 18%) que en aquellas donde se encargaban las comadronas (2%). Fenecían víctimas de la fiebre puerperal, una afectación inflamatoria séptica que puede afectar a todo el organismo. Su origen suele ser polimicrobiano, esto es, la mezcla de diversos gérmenes que aprovechan la alteración de la flora vaginal y las lesiones del parto para colonizar el aparato genital femenino. La doctora Olga Nieto, responsable de Obstetricia del Hospital Universitario Quirónsalud Madrid, explica cómo funciona. «En la vagina es normal que haya gérmenes que en unas condiciones normales forman una flora bacteriana. Sin embargo, el parto genera microtraumatismos que pueden ser la vía de acceso de estos gérmenes al torrente sanguíneo».

Preocupado por las cifras, el doctor se dedicó a estudiar el fenómeno. Mediante la observación, comparó los métodos en una y otra clínica y probó diferentes experimentos. Por ejemplo, se dio cuenta de que mientras las mujeres del ala de los médicos parían bocarriba, con las matronas se colocaban de lado. Cambió las posiciones, pero las cifras no variaron. Otro caso: con cada muerte, se hacía llamar a un cura, que hacía sonar una campana de camino a la fallecida. El obstetra pensó que el anuncio del fallecimiento aterrorizaba tanto a las parturientas que desarrollaban fiebre y morían. Cambió la ruta del eclesiástico, y los resultados no variaron. «Todo quedaba por responder; todo parecía inexplicable; todo permanecía dudoso», reconocía él mismo en su libro La etilogía, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal en 1861.

Pero entonces tuvo lugar un acontecimiento. Un patólogo del hospital falleció tras pincharse un dedo mientras trabajaba con el cadáver de una víctima de fiebre puerperal. Estudió sus síntomas y descubrió que había sufrido los mismos que las mujeres febriles. Se trató de todo un descubrimiento, pues hasta ese momento se asociaba la enfermedad con las embarazadas. Así, llegó a la conclusión de que la brecha entre las muertes de las distintas áreas se relacionaba con la falta de higiene de sus compañeros. Las comadronas se dedicaban en exclusiva a las embarazadas y como destaca el artículo La importancia del lavado de manos por parte del personal a cargo del cuidado de los pacientes hospitalizados publicado en la Revista de Enfermería Neurológica su práctica ancestral era mucho más higiénica. En cambio, los médicos y sus alumnos pasaban de manipular cadáveres en la clase de anatomía a atender a las parturientas cuando daban a luz. Y todo ello sin lavarse las manos. Semmelweis concluyó que, de ese modo, transportaban «partículas cadavéricas» (aún no se habían descubierto los gérmenes) hasta las mujeres. Las mismas que habían acabado con la vida de su compañero.

Con esta idea en mente, inició un nuevo experimento. Impuso, de nuevo como recoge BMJ, un ritual de limpieza de manos entre médicos y estudiantes antes de asistir a los partos. Sus compañeros debían lavarse con una solución de cloruro cálcico antes de proceder. Una vez instaurado el proceso, el porcentaje de muertes cayó hasta igualarse con el de las comadronas, un 2%. Cuando después instó a limpiar también las herramientas médicas con este compuesto, disminuyó hasta el 1%.

Pese al evidente éxito del experimento, las conclusiones del obstetra no fueron bien acogidas. Su superior, el profesor Klein, de la vieja guardia académica, no aceptó la teoría de Semmelweis. Se inclinaba por culpar al nuevo sistema de ventilación del hospital, idea que encajaba con la corriente en boga que culpaba a los miasmas (efluvios malignos que, según se creía, desprendían los cuerpos enfermos, las materias corruptas o las aguas estancadas) de la expansión de las infecciones. Así, cuando en 1849 acabó el contrato del médico húngaro, decidió no renovarlo y ofrecerle un puesto menor.

La mayor parte de sus compañeros, ofendidos por la acusación de estar sucios, también se burlaron de sus resultados. Se dice que al médico y poeta Oliver Wendell Holmes, que aseguró preferir tener a su primogénito en un establo que exponerlo a los vapores enfermizos de las manos de médicos y enfermeras, un obstetra le contestó: «Los médicos somos caballeros, y los caballeros tienen las manos limpias». La higiene, por tanto, no entraba en sus cálculos.

Humillado, Semmelweis volvió a su ciudad natal, donde víctima de alucinaciones acabó encerrado en un psiquiátrico y murió en 1865 cuando se le infectó una herida. Una corriente poética cuenta que se la hizo él mismo para probar su teoría. La más aceptada afirma que se la causaron las palizas de sus custodios, pues el maltrato era uno de los principales métodos de actuación en los centros mentales por aquellos años.

Tuvieron que llegar, unos años después, los descubrimientos del químico Louis Pasteur sobre los gérmenes para que se validase su hipótesis. El 7 de abril de 1864 ofreció su famosa conferencia en la Universidad de la Sorbona de París. En ella, expuso y argumentó las concepciones erróneas de sus compañeros sobre las infecciones, y demostró que las bacterias se encuentran en todos lados. Blandiendo estas pruebas, instó y convenció a los doctores a buscar la mayor higiene posible en sus consultas para conseguir espacios asépticos. Incluso se valió del caso de las mujeres fallecidas tras el parto para justificar su trabajo. «Lo que mata a las mujeres de fiebre puerperal son ustedes, los doctores, que llevan los microbios de enfermas a sanas. Si yo tuviera el honor de ser cirujano, me las lavaría concienzudamente», sentenció desde la tribuna.

En 2015, con motivo de los 150 años de su muerte, la Unesco le reconoció su labor nombrándole uno de los personajes del año. Unas décadas antes, Louis-Ferdinand Cèline limpiaba su nombre y zanjaba cualquier discusión sobre la relevancia de los descubrimientos del obstetra en el prólogo de su mencionada Semmelweis. «Señaló a la primera los medios profilácticos que deben adoptarse contra la infección puerperal, con una precisión tal que la moderna antisepsia nada tuvo que añadir a las reglas que él había prescrito».

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