
Cuando digo que voy a tomar una clase de natación, mis amigos me miran con cara rara. Sí, sé nadar, e incluso iba a la piscina un par de veces por semana en la etapa escolar. Sólo que cuando nado a braza parezco una rana con la pata escayolada. Y esto no es lo único que hago mal. Steven Shaw, fundador de El arte de nadar, me informa de que mis errores lo abarcan casi todo: no sincronizo adecuadamente la respiración; abro en exceso los codos al inicio de la brazada; no coloco bien las manos; extiendo demasiado el cuello…
Después de tomar una clase de prueba entiendo mejor por qué nadar de forma incorrecta puede traer más complicaciones que beneficios. Se trata, al fin y al cabo, de experimentar en mis propias carnes lo que avanzábamos en el artículo titulado Has nadado mal toda tu vida (pero puedes solucionarlo). ¿De veras? ¿Tiene remedio la cosa (o la pata)? Eso es lo que asegura Shaw, un gurú de la natación en Reino Unido que asegura tener éxito incluso con los casos más extremos, aquellos a los que se les acelera el corazón con sólo oler el cloro del bañador. Yo no soy de esos, como ya he dicho, pero siempre pensé que para mejorar el estilo a braza tendría que nacer otra vez.
Comencemos por el principio. Shaw me graba en su iPad sumergible mientras hago un largo para mostrarle mi estilo. Cuando, minutos después, me observo a mí misma no puedo evitar reírme, y no sólo por la pinta de extraterrestre que tengo con las gafas de buceo gigantes que me ha prestado su ayudante. ¿Realmente nado tan mal? Para ser justos, supongo que como casi todo el mundo: “El 95 por ciento de la gente comete el error más básico de todos, que consiste en no tener una buena posición del cuerpo en el agua”, señala Germán Díaz Ureña, coautor del libro Cómo nadar bien.
Shaw, antiguo nadador profesional, opina de forma parecida. Tuvo ocasión de comprobarlo mientras trabajaba como socorrista en una piscina, 25 años atrás. Fue entonces cuando se le ocurrió aplicar a la natación los principios de reeducación postural de la Técnica Alexander, convirtiendo a su método en un súper ventas que se imparte en talleres en todo el mundo, y a él (que no tiene un pelo en la cabeza) en “El buda de la brazada”, como le llaman en la prensa británica.
Buda o no Buda, el caso es que tras mostrarme el vídeo se sumerge en la piscina y comenzamos el arduo trabajo de deconstrucción de los movimientos que llevo repitiendo desde los 6 o 7 años, cuando comencé a chapotear. Esta es la forma de operar de Shaw y sus ayudantes: trabajan desde dentro del agua para tomar al nadador de los brazos o de la cintura y ayudarle a corregir la postura. En el taller colectivo previo al mío, soy testigo de cómo los participantes –entre ellos varios monitores del gimnasio de Madrid donde se celebra– mejoran notablemente en el estilo a crol.
Los beneficios de nadar son abundantes. Es un ejercicio de bajo impacto que ayuda a la tonificación muscular, a la relajación y reduce el riesgo de enfermedades cardiovasculares, entre otros. Y, sin embargo, los nadadores poco avezados pueden hacerse daño. “La mayoría de la gente está haciendo más mal que bien a sus cuerpos cuando nadan”, sostiene Shaw, que asegura que en unas pocas sesiones las mejoras son espectaculares. Si se practica correctamente, asegura, la natación es “poesía en movimiento”.
Confieso que este no es mi deporte favorito. A diferencia de Shaw, tengo el pelo largo, lo que significa que cuando voy a la piscina paso tanto tiempo en el vestuario, a vueltas con el secador, como en la piscina (no entiendo por qué nadie ha inventado todavía un gorro para melenas como la mía). Por no hablar de la aversión al frío y al persistente olor a cloro que parece incrustarse en el cuerpo. Sin embargo, en el transcurso de la sesión sale a flote la sirenita que, según Shaw, todos llevamos dentro, y para octubre me prometo ir la piscina un par de veces por semana. Ya veremos.