Pasé una noche en Magaluf y sobreviví para contarlo

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JAIME REINA/AFP/Getty Images

“Magaluf, el abrevadero de Inglaterra”. Así calificaba al controvertido destino turístico un periódico balear hace algunos meses, en un artículo en el que maldecía a este tipo de visitantes, aunque no el dinero que dejan cada año y los puestos de trabajo que crea esa maldita costumbre de los ingleses de abrevar cada verano en el mismo sitio. Los hoteleros, las autoridades competentes, los dueños de restaurantes y la industria turística en general, prefieren otro tipo de clientes. De esos que van a hoteles de cinco estrellas, desayunan, comen y cenan cada día en los lugares más caros; jamás pisan un supermercado para sustituir una comida por un bocadillo de queso, tienen la extraña cualidad de beber generosamente –y por lo tanto, de contribuir a la economía de los bares– pero sin que les afecte lo más mínimo ni les haga perder los papeles. Frecuentan locales nocturnos y luego se van a la cama, tan frescos, sin hacer ruido. El único problema es que estos seres practicamente no existen, pero la coherencia es una cualidad en peligro de extinción en el mundo que hemos creado. Si el reducido sueldo de las dependientas de las tiendas cutres de Oxford Street las obliga a estar condenadas a vivir en casas compartidas, con moqueta rancia y maloliente, a comer comida congelada de la cadena de supermercados Iceland y a ahorrar medio año para pasar una semana de julio en España; no podemos pretender luego que estos personajes pasen sus vacaciones en los Castillos del Loira, en un coqueto cottage de la Provence o que elijan Florencia para experimentar, en carne propia, el síndrome de Stendhal, al estar expuestos a tanto arte y belleza. Me temo que no es posible esta ecuación y, en el fondo, lo sabemos, por eso ideamos diversiones y espectáculos adaptados a ese “ganado” que viene a abrevar, y por eso en las tiendas de souvenirs de este “muladar” las camisetas han cambiado el rancio slogan de Estuve en Magaluf y me acordé de ti por otros más ingeniosos, interesantes y hasta filosóficos: What happens in Magalluf stays in Magalluf (“lo que pasa en Magaluf se queda en Magaluf”), Good girls go to heaven, bad girls go to Magaluf (“las chicas buenas van al cielo, las malas a Magaluf”), They say I was in Magalluf but I can’t remember (“dicen que estuve en Magaluf pero no lo recuerdo”) o, el mejor de todos, I fuck on the first date (“follo en la primera cita”), perfecta para cuando tu pareja te presenta a sus padres.

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El hecho de tratar de ser coherente e imponerme la titánica tarea de entender al ser humano me ha llevado a estar interesada por igual en museos y en locales de striptease; en hoteles boutiques y en hostels, de esos en los que compartes habitación con seis personas, y no he dudado en visitar abrevaderos, si se presentaba la ocasión, o si tenía sed. Para subir al cielo primero hay que descender a los infiernos. Además, uno de mis sueños es escribir en una revista de viajes, sobre aquellos lugares malditos, vulgares, horteras, pasados de moda y rancios a los que nadie quiere ir pero que están llenos de gente. En mi viaje a Tailandia me paré también en Pattaya, el prostíbulo de Asia, el lugar al que los soldados americanos de la guerra de Vietnam iban cuando tenían algunos días de permiso, a abrevar y a otros menesteres.

En España el destino en el que nadie nunca reconocería que ha ido es Magaluf, y mucho menos tras el incidente del pasado verano que devolvió la fama a esta pequeña localidad de Mallorca. No es la primera vez que abrevo por esta zona, por eso mi noche me servirá para comprobar si el desmadre ha ido en aumento o las medidas de las autoridades, como la prohibición de beber en la calle, han convertido a este antro en una ciudad residencial. Nunca he presenciado una competición de mamadas –un hecho puntual–, pero si he sido testigo de otras cosas. No he visto naves en llamas más allá de Orión ni rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Thalhausen como Nexus 6, el replicante de Blade Runner, pero he visto a chicos sacar el pene del pantalón, cuando estaban borrachos, y a señoras de edad hacerse fotos junto ellos, disparadas por su marido; a chicas enseñar sus pechos y lanzarse en plancha desde un pequeño escenario a un público dispuesto a cogerlas, he asistido a preliminares de tríos en la pista de baile y me he topado con gente follando en la zona oscura de la discoteca de mi pueblo. Lo que se hace en Magaluf no difiere mucho de lo que puede ocurrir un sábado por la noche en cualquier pub inglés de mala reputación, solo que aquí todo es concentrado y potenciado por el periodo vacacional, bajo la filosofía sajona del “work hard play hard”. Pero si algo bueno tienen los hijos de Gran Bretaña es que los que son hooligans lo son también en su propio país.

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Tras una jornada tostándose al sol, la primera hora de la noche parece tranquila, y los pequeños bares de la arteria principal de este complejo vacacional –la calle Punta Ballena– empiezan, tímidamente, a recibir gente. Hay parejas ya maduras, madres con hijas, grupos de despedidas de solteros y pandillas. En el Three Lyons hay karaoke, tal vez por eso es uno de los más concurridos a esa hora, y la gente parece animada a salir al escenario; mientras los demás bailan, hacen coreografías o interpretan las canciones en la pista. Los ingleses carecen de sentido del ridículo –en mi opinión una cualidad positiva- y son de las pocas razas en las que los hombres bailan separados sin necesidad de haberse mamado previamente. Dos adolescentes con plataformas y shorts de encaje, que dejan ver el cachete, me sonríen y una de ellas, pelirroja, pecosa y con aparato en los dientes, me saca a bailar mientras suena el Bye Bye miss american pie. Un gesto muy inglés, el de no querer que nadie se quede solo mientras hay música, aunque la chica es escocesa. El origen de su compañera lo desconozco, y por más que se lo pregunto, no logro entenderle ni una sola palabra. Las canciones y los bailes se suceden y cuando llega la romántica Thinking out load todo el mundo, incluida una punk al estilo de la vieja escuela, experimenta el amor universal. Mis ya amigas, me abrazan y yo a ellas y el buen rollo sigue en las siguientes canciones. Cuando se van nos prometemos amor eterno y nos chocamos las manos.

Decido probar algo más fuerte y me dirijo a un lap dance. De esos en los que las chicas salen afuera a fumarse un cigarro, entre actuación y actuación, en tanga, sujetador y plataformas infinitas y trasparentes. En este caso es el Honeys, con entrada libre, y un interior precioso que recuerda a un local de striptease de los años 70. No se puede pedir más formalidad por parte del público, mayoritariamente masculino, aunque hay dos parejas. Y de eso se encarga un enorme gorila que actúa de vigilante y que parece invitar a un grupo a que abandone el lugar. Si han hecho algo, ha sido de forma muy silenciosa y educada, ya que nadie ha notado nada. Algunas chicas se van a reservados con alguno, imagino que para hacerle alguna “performance” en privado. Hablo con una de las bailarinas, que es de Birmingham, y que repite temporada en Magaluf, pero que no cree que vuelva el año que viene. “Este agosto ha sido flojo”, dice. “El incidente del pasado año ha hecho que muchos padres impidan o aconsejen a sus hijos elegir otro destino. Algunas personas en mi país creen que en Magaluf la gente tiene sexo en plena calle”, me dice riendo.

Eso también puede ser una buena publicidad para otro tipo de público. De hecho un amigo mallorquín me contaba como cuando era más joven Magaluf era la última opción a recurrir cuando uno no tenía pareja y llevaba mucho tiempo sin sexo. Las inglesas nunca fallaban y si alguien no ligaba en Punta Ballena es que tenía un problema serio. En la pista de baile de The Office, un grupo de millennials andaluces del sexo masculino y de vacaciones, parecen haber llegado hasta aquí seducidos por la mala reputación de este lugar y parecen dispuestos a irse al hotel acompañados, pero les falta táctica, a pesar de que una inglesa, morena teñida y con una diadema con un lazo fluorescente, is looking for a good time. Reconozco que otros años que he visitado esta zona estaba más animada. No faltaba el momento en que ponían una canción irlandesa y todo el mundo, en el bar de turno, se ponía a dar saltos. Tal vez la crisis influya en el grado de animación o en el menor nivel etílico del personal. Aún así, la gente se esfuerza por exprimir sus noches de vacaciones en España. Las chicas van maquilladas como muñecas, con enormes pestañas postizas que llevan hasta en la playa, y muchas llevan sujetador y short como atuendo nocturno. Este año los pies tienen una tregua, ya que los zapatos de elevadísimos tacones parecen haber pasado de moda en aras de las sandalias planas. Ellos se decantan por los disfraces. Una tienda de disfraces es un negocio seguro aquí. Las pelucas afro, muñecas hinchables, tangas con alzas – borat-bodies- o músculos postizos son complementos imprescindibles para la noche, en el fondo de armario de los caballeros. Una pareja de Batman y Robin recrean una escena en plena calle, en la que corren tras unos villanos y que acapara la atención de los transeúntes. Las vomitonas en la vía pública y las bebidas ya no son tan frecuentes, aunque todavía pueden verse.

Turistas en Punta Ballena en 2014.
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Antes de irme a la discoteca BCM, el templo de la  música de Magaluf, y donde acaba todo el mundo la noche, decido comer algo en un puesto de comida india, en plena calle. A un lado del mostrador hay una chica sentada en el suelo, con cara de haber ingerido sustancias tóxicas y unos tacones de los que sale sangre, junto a lo que parece ser parte de su familia. “Familia que abreva unida en Magaluf, permanece unida”, podría ser el lema para otra camiseta. Pido un onion bhajji y lo que me trae el buen hombre es una bazofia incomible y llena de sal. Ahora se lo que le pasaba a la chica de la barra. El indio promete hacerme otra cosa pero me niego a ingerir algo de ese establecimiento. El verdadero peligro de Magaluf no son las drogas ni el alcohol, ni siquiera el balconing sino los restaurantes de comida rápida.

En BCM hay fiesta de la espuma. Nunca había estado en un acontecimiento de este tipo, pero a una determinada hora empieza a salir espuma de unas enormes cañerías que cuelgan del techo de la pista de baile y el nivel de espuma sube rápidamente. Como por arte de magia, la gente empieza a interactuar gracias a las escamas de jabón y un ambiente de diversión se apodera del lugar. Algunos desconocidos empiezan a besarse, otros pasan a mayores y se tiran al suelo haciéndose cosquillas y lo que se pueda. Y por supuesto, no faltan los que juegan a deslizarse como si estuviera en la nieve. De tanto en tanto caen enormes cubos de agua del techo y todos comenzamos a estar como sopas. ¡Qué demonios! Estoy en el abrevadero de Inglaterra y ahora toca rebozarse. Así que me sumerjo en el baño de espuma, sin muda seca, como si no hubiera mañana.

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