La noche que me adentré en la oscuridad

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El otro día tuve mi primera cita a ciegas. No se trata de que no conociese a mi pareja ni de que tenga un grupo de amigas entrometidas capaces de escuchar el tic tac de mi reloj biológico a kilómetros de distancia, dispuestas a solucionarme el futuro concertando una cena con un apuesto desconocido en edad casadera. Mi cita fue a ciegas porque fui a cenar al restaurante Dans Le Noir en Londres, actualmente en boca de muchos por ser uno de los escenarios donde se desarrolla la comedia romántica Una cuestión de tiempo.

Dans Le Noir es un restaurante singular donde comes completamente a oscuras y te atienden camareros invidentes, que más que tus camareros se convierten en tus ojos y tus guías dentro de un espacio donde no sabes si estás rodeado de diez o de cincuenta personas, por no saber, tampoco sabes dónde está tu mesa, tus cubiertos y ni siquiera tu acompañante. El concepto es interesante: privarte de uno de los sentidos más utilizados para desarrollar mejor el resto. Cuando no puedes ver lo que hay en el plato, toca adivinar qué tienes delante, desarrollar el olfato y el gusto, saborear las texturas y disfrutar, sin adornos previos, de los sabores.

¿Qué hay a fin de cuentas más bonito que una conversación a oscuras donde la otra persona sólo puede utilizar para seducirte el don de la palabra?

Pero empecemos por el principio, como marca la tradición aristotélica, cuando llegas a Dans Le Noir encuentras una antesala similar a un vestuario de gimnasio con taquillas donde debes dejar todas tus pertenencias, especialmente esa tan preciada que todos tenemos como prolongación de nuestra mano: el teléfono móvil. La razón es que cuando entras al restaurante no tienes permitido iluminar de ninguna forma, o tal y como lo percibí yo: otra distracción menos. Siguiendo la redundancia, el menú que debes elegir previamente también es a ciegas. Tienes cuatro donde escoger: el blanco que es sorpresa, el azul de pescado y marisco, el rojo que es de carne y el verde, la opción vegetariana. Como una vulgar participante de concurso americano de los años sesenta me dije aquello de “Hemos venido a jugar” y decidí escoger el blanco. Sorpresa, sorpresa.

Llega la hora de entrar al restaurante, antes de pasar al interior te presentan a tu camarero por su nombre de pila, él a su vez te pregunta también tu nombre y a partir de ahí nada de “chhhst, chhhst” ni de “¡Jefe!”, él se dirigirá a ti por tu nombre y tú a él por el suyo. Una vez hechas las introducciones llega el momento de la conga, donde tú posas tu mano sobre el hombro del camarero y tu acompañante posa la mano sobre tu hombro y así, como si estuviéramos en uno de los primeros capítulos de “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago caminamos, a oscuras, hacia nuestra mesa.

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Foto vía: danslenoir.com

¿Dónde estoy?

La primera dificultad es situarte en el espacio: oyes voces, sabes que hay gente alrededor, te sientas, tanteas la mesa para encontrar tus cubiertos, tu vaso, tu servilleta. No sabes dónde está tu acompañante y lanzas a la nada la pregunta “¿Estás ahí?” para escuchar una respuesta afirmativa al otro lado de la mesa. “¿Dónde?” preguntas palpando el aire con tus manos hasta tocar una cara que, afortunadamente, es la de tu cita y no otra. No me parece un mal lugar para una primera cita, la entrada al restaurante y el tanteo a oscuras son unas formas fabulosas de romper el hielo y después del jijí jajá no te quedará otra que prestar atención a lo que la otra persona dice y no en cómo lo dice y esforzarte en tu propia conversación tanto o más que si estuvieras tuiteando.

Llega el primer plato y la primera bebida y con ello el primer desconcierto. Probar un plato a oscuras es como hacer el amor completamente a oscuras, pierde un poco la gracia aunque no está exento de sorpresas. Descubrí que soy una comedora visual y que a mi paladar le resulta complicado encontrar la armonía si mis ojos no ven lo que estoy pinchando ni cómo lo estoy combinando. Pensé en la sociedad en la que vivimos, donde tenemos recuerdos visuales de platos que jamás hemos comido por plataformas como Instagram o Pinterest: nuestra cultura visual gastronómica gana por goleada a nuestra verdadera cultura gastronómica y eso, a oscuras, es un fastidio. No era capaz de adivinar lo que estaba comiendo, adiviné una ensalada con pepinillo y aceituna pero el resto se me escapaba. Y lo peor, mi cerebro empezó a condicionarme de una forma muy traidora: si pensaba que estaba comiendo pollo, sabía a pollo, si pensaba que aquello era emperador, sabía a emperador y lo peor de todo, si pensaba que era un dinosaurio bebé, aquello sabía a maldito dinosaurio bebé.

Como le dije a mi acompañante: quizás por ser fumadora tengo el paladar de un taxista madrileño de los años cincuenta. Él me tranquilizó diciendo que, pese a no ser fumador, tampoco sabía que había en su plato. ¿Y qué decir de las formas? ¿De cómo comerlo? Chica, que estando a oscuras y después de que tu comida se haya caído tres veces antes de llegar a la boca o de pinchar en vacío en repetidas ocasiones, hice la de tocarlo todo con las manos, para ver qué quedaba en el plato.

La fachada del restaurante londinense. Imagen vía: danslenoir.com
La fachada del restaurante londinense. Imagen vía: danslenoir.com

Tengo superpoderes

Llegó el segundo y el pánico inicial había desaparecido. El primer plato era una especie de calentamiento: a estas alturas ya no derramé ninguna copa de vino ni tenía el miedo de que una niña japonesa con el pelo muy largo posara su mano en mi hombro. Y lo mejor, me estaba acostumbrando a la experiencia. Probé el vino, sabía a frutas, era dulce y delicioso. Probé la comida, la saboreé, adiviné la textura, me decepcioné: aquello era hígado. Acompañado de una deliciosa salsa, eso sí, pero hígado. Y cuando dejas de creer en aquello de que comiendo hígado te crecerán mucho las pestañas, el hígado deja de ser algo excitante. Me lancé incluso a probar el plato de mi acompañante bajo riesgo de pinchar su mano y descubrí que él tenía un delicioso solomillo con sal gorda y un pastel de patata. Pensé que debería haber escogido el menú rojo. Pensé incluso en robar su plato puesto que no se enteraría, pero al final decidí ser una buena cristiana. Y por último el postre, tarta de manzana con crema y frutos rojos. Junto con la conversación, ahora más íntima, más calmada. Lo peor es que también agudizas el oído y creía estar escuchando todas las conversaciones a mi alrededor. Acentos del norte de Inglaterra, de Londres y acentos americanos. Algo que me cuesta mucho más diferenciar a plena luz. Me sentía como un superhéroe descubriendo por primera vez sus poderes.

Otra de las ventajas de Dans Le Noir es que te relajas comiendo, supongo que eso también lleva a relajarte en la conversación. Ya os he mencionado el episodio de las manos, lo repetí. No es que pierdas completamente las formas, es que las formas no importan, no interceden, no se ven. Y siempre y cuando estés siguiendo el hilo de la conversación la cita será perfecta.

Volver a salir a la luz es exactamente igual que cuando tu madre te abría la persiana un sábado por la mañana. Adaptándome, todavía, al mundo real le di las gracias a mi camarero y pensé en lo difícil que debe ser moverte por un mundo constantemente cambiante y extraño, más en una ciudad como Londres, sin el sentido de la vista. Al salir te preguntan por la experiencia y te cuentan lo que había realmente en tu plato, para quienes tengan curiosidad, lo primero no era dinosaurio bebé, sino efectivamente, tiras de emperador en frio. En el segundo y en el postre acerté de lleno.

Además de en Londres, puedes vivir esta experiencia en Barcelona, París o Nueva York donde Dans Le Noir sigue regalando los sentidos y desarrollando de una manera revolucionaria una percepción positiva de la discapacidad.

Así de felices terminan su cena/encuentro a ciegas los protagonistas de 'Una cuestión de tiempo'. Foto: Cordon Press
Así de felices terminan su cena/encuentro a ciegas los protagonistas de ‘Una cuestión de tiempo’. Foto: Cordon Press