
La depilación con hilo no elimina ninguna capa de la dermis y es indolora, rápida, barata y viajes donde viajes encontrarás un centro en el que te hagan threading, como se denomina en países anglosajones, donde está muy de moda. En España hay franquicias como Sundara aunque muchos centros de estética ya incorporan esta técnica en su oferta.
Antes de contar las bondades de la depilación con hilo me gustaría explicar que hay gente en el mundo para la que un pelo es multitud y tres matojo. La semiótica del vello tiene un potencial inexplorado todavía por el pensamiento contemporáneo y, en lo que llega, justificaré mi tendencia a la alarma pilosa apelando a la aleatoriedad de los complejos. Que me perdonen los fundamentalistas de la autoestima reluciente pero, como cada uno tiene su método para la vida, confieso que yo a mis manías las trato bien, creo que incluso las quiero y, desde luego, procuro darles de comer, no vaya a ser que un día me levante sin la vulnerabilidad con la que me protegen de la soberbia.
Así que, como buena autocrítica, cada vez que tengo oportunidad hago un chiste explicativo sobre la agotadora y ambivalente combinación que supone considerarse feminista y, sin embargo, perseguir el método de depilación facial perfecto. Mi gracieta tiene un dudoso efecto para la risa en general y otro negativo para la alineación de mi imagen en los estándares de lo femenino: tú te estás refiriendo a esos cuatro pelos hormonales que se reproducen como roedores en tu jeto y los hombres de tu alrededor interpretan que Conchitas Wurst hay muchas, solo que se depilan con denuedo por las noches. Y no. Pero hay pocas cosas tan molestas como relacionarse con el prójimo pensando que te miran a los pelos y no a los ojos porque no estás seguro de la perfecta tonsura equidistante entre ellos ni de si por debajo de la nariz la pelusilla te quita credibilidad.
Llegados a este punto de necesidad extrema en el esmero depilatorio solo queda buscar el método más eficaz, duradero y –dado que se abusa por lo ya explicado– discreto para acabar con esos “filamentos delgados y flexibles que se desarrollan en la piel de las mujeres igual que en la de la mayoría de los mamíferos” que viene a ser la definición de los pelos.
La tarea puede prolongarse a lo largo de toda una vida con lo frustrante que llega a ser semejante plazo. No es broma, hace poco convencí a mi tía Tere, guapa, presumida y casi octogenaria, a probar este método la última vez que vino desde Ponferrada. Y es -la tarea, digo- especialmente penosa, si hablamos de la clase de filamentos delgados y flexibles que se desarrollan en la parte de la piel de las mujeres que está encima de su labio superior (el popular bigote), entre sus ojos (el simpático entrecejo) y, cual trazo de cuadro impresionista, en zonas de la barbilla (el conocido pelo suelto o L’Enfant terrible del vello facial, que se reconoce por estar ahí cuando lo tocas con los dedos pero por desaparecer cuando lo buscas con la pinza). Con la pinza, sin embargo, ya no busco pelos, he relegado el uso del artefacto a tareas domésticas más efectivas como sacar cosas que se caen dentro de otras cosas más estrechas.
Pero vayamos al asunto. Tras una ardua peregrinación en busca del método de erradicación definitivo, (que comenzó en la adolescencia con la famosa “Andina” –transnominación popular de la término “decolorante”–, siguió con la irritante “cera tibia”, lo intentó con la dolorosa “eléctrica” y acabó con el fastidioso “láser”), mi vida cambió el día que mi amiga María me habló de la depilación con hilo. Todavía recuerdo su vocecita atenta explicándome que apenas dolía y que era tan preciso que te dejaba la mirada como la de Lauren Bacall, que en gloria esté.
Corrí a pedir cita como quien pide un salvoconducto hacia la libertad y así ha sido. Esta técnica milenaria que algunos sitúan en India, otros en lo que antes era Persia y los menos en China, no solo dibuja tus cejas con la exactitud de la escuadra y el cartabón sino que tiene otros beneficios a los que ya me he acostumbrado, pero que, en su momento, me parecieron un prodigio de la sabiduría oriental para la cosa de la belleza. Esto no lo sabía el primer día que me tumbé en la camilla. Casi salgo corriendo de allí al calibrar que, aunque exclamé “¡ahora voy!” según me propusieron pasarme “¡ya mismo!”, había caído en la trampa de pensar en mi agenda más que en mí, y me exponía a llegar a la boda que tenía por la tarde con sombras rojas en la piel justo queriendo evitar la clase de color que produzca la sombra de los pelos. Hasta que acabé pasé un mal rato y no por el dolor, que no tuvo lugar, sino por la idea de aparecer en el enlace con rojeces claramente postdepilatorias.
La experiencia quedó en el clásico susto anticipatorio, porque la técnica no irrita la piel dado que el hilo apenas la toca, sino que enrosca el vello en su extremo y tira de él por zonas de varios centímetros casi a la vez, lo cual neutraliza el dolor del tirón y sus marcas.
Como una es periodista, o sea de naturaleza curiosa, y viendo que no dolía traté de mantenerme con los ojos abiertos para ver cómo demonios me habían quitado el bigote, perdón, el labio superior, en apenas 30 segundos, sin dolor y prometiéndome que la zona apenas estaría irritada. No pude lograrlo, así que decidí darle palique a mi esteticista, Silvia, que me explicó que el hilo ha de ser de algodón natural y que tiene un efecto peeling, por lo que previene la aparición de arrugas, suaviza las ya existentes y es más duradero que otros sistemas. Ya, esto te lo dicen siempre, pensé. Pero es cierto, los pelos –todos los que están fuera– son arrancados de raíz sea cual sea su largura, así que un repaso al mes basta para no tener que lidiar con ellos en semanas. Creo que este último párrafo, aun siendo entusiasta, no enfatiza suficientemente que, si también eres militante “Anti Pelos”, que no haya que esperar a que crezcan para arrancarlos es una noticia solo comparable a la paz mundial… al menos entre tú y tus pelos.