Leo en una revista que la crítica destructiva supone del 30 al 40% de los temas de conversación. En EEUU, el reverendo Will Bowen se propuso hacer un experimento al respecto. Entregó a su congregación una pulsera morada que implicaba un reto: pasar 21 días sin quejarse, aunque se podían hacer comentarios negativos, siempre que fueran de forma respetuosa y con una solución. El resultado fue que sus feligreses, en vez de despotricar sin ningún fin, empezaron a resolver sus problemas, se sentían más unidos y felices. A raíz de esta prueba, Bowen ha escrito un libro, convertido ya en best seller, Un mundo sin quejas, y se han repartido ya más de 10 millones de pulseras.
Decido poner en marcha las enseñanzas de este buen hombre y me propongo pasar una semana entera sin quejarme. Que conste que estoy muy a favor de las protestas y que nada me gustaría menos que convertirme en ese tipo de personas avestruz, que esconden la cabeza y se niegan a ver los problemas. El, muchas veces mal entendido, pensamiento positivo ha provocado muchas miopías y desgracias. Creo firmemente que muchos de los logros y avances de la humanidad hay que agradecérselos a los protestones. Pero una cosa es la protesta dirigida a un fin y otra el pataleo improductivo, que no conduce a nada. Hace tiempo yo pensaba que si conducía a algo, el desahogo. Los bebés lloran cuando algo les molesta, incluso cuando no tienen frío, ni hambre y sus pañales están limpios, no sufren en silencio, y, consecuentemente, son más sanos y espontáneos que nosotros. Un día le expliqué esta teoría a una amiga, que se limitó a contestarme: “Los bebés también se cagan en los pantalones, pero nosotros no”. Desde hace algún tiempo he empezado a pensar que las quejas funcionan un poco como las nuevas tecnologías. Uno las sube a la nube, las almacena pero no las publica y ahí se quedan. Miles de quejas se apilan cada día en el storage de Quejigram, sin que nadie las atienda, ni las escuche y así, van encapotando nuestros cielos y nos obligan a vivir eternos días nublados.
Decido ponerme una pulsera para recordarme a mi misma que estoy en mi semana complain less. Es agosto y estoy en Madrid trabajando, mientras media España está de vacaciones. Mi pareja ha entonado el dicho “que trabaje Rita” y se ha ido al pueblo, aunque cada día me llama para saber cómo me va. Por supuesto, he decidido no hablar a nadie de mi experimento. El primero en sospechar que algo extraño ocurre es él. “¿Qué tal el día?”. “Bien”, le contesto. “¿Has trabajado mucho?”. “Lo normal”, le respondo. “Imagino que no habrás podido pegar ojo con el calor”. “No te creas, este verano está siendo muy llevadero”, continúo en este diálogo de ascensor y me doy cuenta que no quejarse elimina muchos temas de conversación. Tras dos días así me pregunta si estoy bien y si quiero que se pase por la ciudad porque me ve rara. Le digo que estoy perfectamente y que no hace falta que venga, pero se queda con la mosca detrás de la oreja.
Una noche quedo a cenar con unos amigos. En el restaurante de lo primero que se habla es del político corrupto del día, que esa fecha era Jordi Pujol, para pasar luego a hablar de lo mal que está todo. Yo intento desviar la conversación hacia otros temas: las vacaciones, la última película buena que alguien ha visto, la exposición Pop del Thyssen, que acabo de ver, pero todos caen en saco roto. ¿Cuándo fue que empezamos a hablar de política y no paramos? Antes nadie lo hacía en las cenas y, tras varias botellas y si solo había mujeres, se empezaba a hablar de sexo. Mis amigos comentan sus precarios, mal pagados y frustrantes trabajos –yo haría lo mismo si no estuviera en mi semana-, pero no hacen nada al respecto, porque se supone que nada se puede hacer. Como no puedo quejarme, me dedico a comer y a beber, mientras imagino la nube de Quejigram, engordando por segundos. A la salida, una amiga se me acerca y me dice que me ha visto muy callada, hambrienta y sedienta durante la cena y me pregunta si me pasa algo. Tal vez piense que tengo ansiedad, he entrado en depresión o que no llego a fin de mes y organizo estas cenas para poder atiborrarme y guardar reservas para los futuros días de hambruna.
Hago yoga y al principio de cada clase la profesora siempre nos pregunta qué tal nos ha ido desde el último día, y los alumnos cuentan brevemente su estado actual. Observo que para la mayoría ‘que te pase algo’ es igual a ‘que te duela algo’, con lo que nos hacen un breve resumen de sus dolencias. Como no puedo quejarme, cuando llega mi turno de comentarios digo que creo que el yoga me va desencartonando poco a poco y que espero, con el tiempo, poder hacer todas las posturas del Kamasutra y llegar a chuparme el dedo gordo del pie, como hacen los bebés. La audiencia queda un poco perpleja y dividida entre dos bandos: los que creen que he perdido el norte y los que se inclinan a pensar que estoy cerca de alcanzar el Tao.
Un viernes por la tarde decido ir a una piscina municipal a refrescarme un poco, pero compruebo que la de mi barrio está cerrada por reformas. Aunque mi boca no emite un solo sonido, mi mente empieza a quejarse: “Claro, sin duda agosto es el mejor mes para arreglar una piscina de verano. ¿En qué estaban pensando durante el invierno? Pero como es un barrio de clase baja e inmigrantes no importa, estos solo están para trabajar, no tienen tiempo para tumbarse al sol o darse un baño. Porque seguro que en los barrios de ricos se han preocupado de hacer las reformas cuando toca….”. Como imagino que la queja mental cuenta también como mala, decido atajarla poniendo en marcha el plan B: ir al cine.
Con las prisas me he olvidado de coger una chaqueta y a la media hora de proyección vendería mi alma al diablo por una manta. Una vez leí un libro de prácticas de supervivencia que decía lo que hacían los alpinistas para evitar la congelación y trato de poner en practica esos trucos, pero no sirve de mucho. La película es interesante pero me temo que la hipotermia me impedirá ver el final, así que mi cabeza empieza a despotricar sobre el mal uso del aire acondicionado. “Pasamos frío en verano y calor en invierno y además gastamos un montón de energía inútilmente. Lo siento. No se puede bajar, es lo que siempre dicen en los autobuses y aviones. Me niego a pensar que seamos tan estúpidos que podamos ver un pequeño pueblo de la polinesia en Google Earth o espiar a Angela Merkel y saber lo que dice por su móvil y que no podamos regular el aire acondicionado…”. En el cine hay pocas personas, que luchan por sobrevivir. Si alguien no hace nada moriremos, así que me levanto y voy a hablar con el acomodador. En mi estado natural, mi tono hubiera sino menos amable, pero en mi semana del buen rollo me dirijo a este hombre con suma delicadeza. Si fuera un cómic, el bocadillo con mis diálogos estaría adornado con flores, pajaritos piando y cupcakes. Para mi asombro, el hombre se muestra comprensivo y me promete subir un poco la temperatura. Le beso los pies (en sentido metafórico) y regreso a la Antártida, que ahora promete, como en el mundo real, ir descongelándose poco a poco.
Hace tiempo que tengo un asunto pendiente con una compañía telefónica, pues quiero que cambien de titular el teléfono de mi antigua vivienda, que compartía con otras chicas, y lo pongan a nombre de otra. Llevo cuatro meses intentando llevar a cabo este simple trámite, llamando a un call center en cualquier lugar del planeta, aunque los que atienden tiene acento sudamericano, y cada vez es el mismo trámite. Debo explicar mi caso desde el principio para que ellos tomen nota de la incidencia y así la hagan saber a sus superiores, pero nunca pasa nada. Mando faxs, burobaxs, megafaxs y superfaxs sin recibir respuesta alguna. Por fin un día alguien me sugiere que si la antigua titular (yo) y la nueva se acercan juntas a una oficina, puede hacerse el cambio en el momento, firmar las dos a la vez y asunto zanjado. Me resisto a hacer esto en mi semana sin quejas porque sé que puede ser el fin de mi semana sin quejas. La simple mención del tema me hace subir por las paredes, pero creo también que esta puede ser la prueba de fuego para confirmar o desmentir la teoría de Bowen.
Así que me armo de paciencia y me voy a la tienda con la futura titular. Tras esperar media hora nos toca el turno y un empleado, sin casi escucharnos, nos dice que no es posible, que tengo que hacerlo por email, repitiendo los trámites que he hecho una y mil veces sin resultados. Le pregunto si está seguro de lo que dice, porque a mi me han dicho que existe esa posibilidad. Con cara de hartazgo y cero ganas de ayudar se da la vuelta y pregunta quién es el siguiente. Como quejarse está descartado, empiezo a considerar la posibilidad del estrangulamiento, sobre eso, que yo sepa, no dice nada el reverendo. Además, creo que privar a la humanidad de este espécimen podría considerarse una solución positiva. Respiro hondo y pienso que no merece la pena echar a perder mi experimento por este personaje. Así que con la flema de un gentelman inglés le digo que me gustaría hablar con el encargado. “No está», responde. “No importa”, le digo, puedo esperar. Tengo toda la tarde. La conversación ha atraído la atención de otra empleada que se interesa en el tema. Hay intercambio de información, llamadas y, finalmente, parece que se puede solucionar, solo que me falta un nuevo papel que tengo en casa. Pero mi compañía puede firmar y no necesita volver mañana, aunque yo sí.
El último día de mi semana, una amiga me plantea si puedo ir a ayudarla a su tienda el sábado por la tarde, ya que ella tiene que marcharse, algo que hago a veces. Pero esta vez le digo que no puedo. Generalmente me cuesta decir no, pero tengo ya planes para ese día y si los cambio, sé que estaré ejercitando la queja mental, que no me está permitida. Los mártires y personas sacrificadas suelen tener tendencia a quejarse, en parte porque tienen más motivos. La soltera que se quedó cuidando de sus parientes, el marido o la mujer que no se divorciaron a tiempo y que aguantaron por sus hijos o por otras razones; el que cuida a un enfermo de alzheimer 24 horas al día y rechaza cualquier tipo ayuda. Todos son candidatos seguros a la queja. Si uno pretende dejar de quejarse, debe también evitar, en la medida de lo posible, las situaciones que tienen muchas posibilidades de derivar en protesta.
Antes siempre pensaba que las personas que no se quejan son las más felices, por eso no protestan; pero cabe también la posibilidad de que hayan alcanzado la felicidad, precisamente por no quejarse.