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¿‘Foodies’ o tocapelotas?, por Eva Hache

Desde que leí ‘Confesiones de un chef’ sé que no es fácil dar de comer, ganar dinero y estar bien de la cabeza

Ratatouille

Hay gente que ha aprendido a pegarle bocaos al aire como Pepe el de Masterchef y ya se cree un gourmet reputado con laureles en el blog. Yo he de reconocer que a veces pongo tanta atención en paladear algo rico que a mí también se me pone cara del que concede las estrellas Michelin, pero una cosa es comer con gusto y otra creerse Chicote. No vayamos sembrando Pesadillas en las Cocinas que ahí­ dentro curra gente que sabe usar cuchillos. 

Todos sabemos comer y casi todos podemos cocinar. Pero una cosa es degustar y otra ser crí­tico gastronómico, igual que de cocinar a ser cocinero va un caminito. Que esa es otra. Cuando un amigo pregunta: «¿Por qué no abres un restaurante?», merece que lo eches en ese mismo momento de tu casa a patadas, que lo borres del móvil y que contrates a una médium para que el espíritu de Amparo Baró le dé una colleja de ultratumba cada diez minutos. Cuando alguien te dice que deberías abrir un restaurante, en realidad te está diciendo que desea verte peleando a guantazo limpio con proveedores porque llevas un mes recibiendo género pocho. Un amigo de verdad no quiere ver cómo te vas volviendo loco con la contabilidad después de bregar a machete dieciséis horas o cómo gestionas con naturalidad en pleno servicio de cenas lo de un cocinero engorilao que amenaza con acuchillarse el vientre con el cebollero.

¿Por qué no abro un restaurante? Pues verás, no voy a abrir un restaurante porque tú no vas a venir a pagar este mejor cocido del mundo que en mi casa te comes completamente gratis. Y por exactamente los mismos motivos por los que tú no vas a abrir una distribuidora de cine porno a pesar de que todos sabemos que eres un tigre en la cama. A lo mejor la culpa es de Ratatouille y del gran chef Auguste Gusteau, que nos alentaba recordando que «cualquiera puede cocinar». Ya. A lo mejor se nos está olvidando que hablamos de una pelí­cula de dibujos animados, que el cocinero es un fantasma de ficción que se llama algo así­ como Agustí­n Gustoso. A lo mejor no estamos pensando que el subtí­tulo amargo de Ratatouille podrí­a ser: «El estí­mulo que necesita una rata para vomitar su ego en una paella para treinta». 

Desde que leí­ Confesiones de un chef, del agridulciácido Anthony Bourdain, supe que no es fácil dar de comer, ganar dinero y estar bien de la cabeza. Y que no abriré un restaurante por muy bien que me salgan las torrijas. Y también que se puede desconfiar de las sugerencias del dí­a por si me están ofreciendo una merluza de confianza. De la confianza que da que pueda llevar conviviendo contigo un trienio en el arcón congelador (A pesar de esto último, recomiendo encarecidamente su lectura). 

No, cualquiera no puede cocinar y hacer de eso un oficio. Para eso están los profesionales. Y luego están los capos del fogón, que la elevación de algunos no necesita zapatos. Los ojos como platos hondos se me quedan ante la pregunta de Ferran Adrià: «El tomate, ¿es un producto natural o es una realidad imaginaria que queremos creer?». Mira, Ferran, te amo desde antes de que me llenaras la boca de juguetes que se comen haciéndome delirar con infancia adulta, te lo juro, pero se te está yendo la olla del nitrógeno. Un tomate es un tomate, que crece en la tomatera. Te agradezco muchísimo la creatividad supina pero yo también podrí­a preguntar: ¿a qué peso han de llegar los cojones para considerarse melones?

Vamos a ver si podemos comer en paz.

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