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Claves para entender la cruzada contra la comida callejera de Bangkok

Los puestos de la capital tailandesa supuestamente dejarán de existir antes de que acabe el año. ¿Se ilegaliza por salubridad y civismo o por el lavado de cara turístico y la presión inmobiliaria?

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LILLIAN SUWANRUMPHA (AFP/Getty Images)

Bangkok se dirime entre prohibir la comida callejera antes de que acabe el año o dedicarle un festival. Primero, el gobierno municipal sembró el pánico anunciando que sacrificará el mejor street food del mundo –según la CNN, por segundo año consecutivo– en aras de la limpieza, el orden y la seguridad. Al cabo de pocos días, la misma Bangkok Metropolitan Administration (BMA) hizo público que está montando un festival de comida callejera en junio en colaboración con la Autoridad de Turismo de Tailandia (en sus siglas en inglés, TAT). Para aumentar el desconcierto, la Oficina Nacional de Noticias de Tailandia recogía por esas fechas que la comida callejera será “constantemente promocionada” aunque los vendedores ambulantes “deberán cumplir regulaciones”. Sólo una cosa está clara: las autoridades de Bangkok aún no han resuelto el dilema entre despejar sus aceras, siguiendo la estela de otros países asiáticos como Singapur, o mantener el caótico encanto de la venta ambulante, una seña nacional de identidad. “Las prohibiciones tailandesas hay que cogerlas con pinzas”, advierte el periodista Luis Garrido, residente en la ciudad y autor del blog Bangkok Bizarro y el libro Tailandia en paños menores, que no se atreve a aventurar qué sucederá.

Más allá de la voluntad encomiable de “devolver las aceras a los peatones” anunciada por el consejero jefe del gobernador de Bangkok, Wanlop Suwandee, hay otros elementos que valorar, apunta Garrido. Intereses inmobiliarios en una ciudad en plena transformación urbanística, por ejemplo. Como los de la calle Sukhumvit Soi 38, una de las primeras en barrer los puestos de comida ambulantes, donde se construirá un condominio de lujo. No es casual que la prohibición haya empezado en tres barrios comerciales y residenciales de alto poder adquisitivo (Thong Lor, Ekkamai y Phra Khanong). También hay que tener en cuenta que los vendedores ambulantes no pagan impuestos pero sí “mordidas” a la policía, en un país en manos de los militares desde el golpe de Estado de mayo de 2014. Los esfuerzos de reorganización urbana se han intensificado desde entonces. Bangkok tiene ahora menos de 11.000 vendedores con licencia, la mitad que hace dos años, según datos gubernamentales.

La política ha tenido su repercusión en los puestos callejeros de som tam, ensalada de papaya verde, o Khao Pad Kra Prao, el arroz con pollo o cerdo y albahaca que es el otro hit de este tipo de comida entre los tailandeses, aunque los occidentales tiren más a los archiconocidos fideos pad thai. No obstante, diversos países del Sudeste Asiático han puesto en marcha campañas similares. Las principales ciudades de Vietnam o Indonesia tratan de descongestionar sus aceras, por las que a menudo apenas se puede caminar de tantos chiringuitos como se agolpan. Otro objetivo es establecer ciertos estándares higiénicos y de seguridad alimentaria. Los imbatibles precios del street food –la mayoría de los platos en Tailandia cuestan unos 40 baths, un euro al cambio– han llevado a prácticas poco recomendables. Entre ellas, reutilizar el aceite de palma que desechan las cadenas de comida rápida o abusar del glutamato para dar sabor, escatimando ingredientes naturales.

El paradigma de la regulación es Singapur que, según se iba convirtiendo en un polo de atracción financiero, comenzó a incentivar en los 60 a los vendedores ambulantes de comida para que se recluyeran en recintos cerrados por razones de higiene: los llamados hawkers, que cuentan con agua corriente y gas. “La diferencia con Singapur es que allí la ley se cumple”, apunta Luis Garrido, que también recuerda que “la comida de los hawkers es cinco veces más cara que la de Tailandia”. El año pasado, dos de estos establecimientos de Singapur obtuvieron incluso estrellas Michelin. La prestigiosa guía publicará a finales de año una edición bilingüe sobre Bangkok, en inglés y tailandés. Gracias a ella, la Autoridad de Turismo de Tailandia (TAT) espera incrementar en un 10% el gasto global de alimentos por cápita de los turistas. “Esperemos que esta asociación entre TAT y Michelin impulsará el turismo de alta calidad en Tailandia”, declaró el gobernador de la TAT, Yuthasak Supasorn.

De hecho, cualquier regulación en el campo de la comida callejera está condicionada por las expectativas del turismo, ávido de disfrutar en Tailandia de una herencia que trajeron los inmigrantes chinos durante el siglo XIX, cuando Bangkok era conocida como la Venecia oriental. En un artículo reciente, el Bangkok Post criticaba que la erradicación de los puestos ambulantes haya comenzado precisamente por lugares populares entre los autóctonos, como los alrededores del monumento a la Victoria, la plaza de Siam o Sukhumvit. “Está claro que la Bangkok Metropolitan Administration (BMA) parece más deseosa de complacer a los turistas, que probablemente visitarán la ciudad una vez en su vida, que en atender a las necesidades de los residentes en Bangkok, millones de los cuales tienen bajos ingresos y dependen de la comida callejera”, arremetía el periódico. Por no hablar de los más de 20.000 vendedores ambulantes que se ganan así la vida. Destinos ineludibles para los mochileros como el China Town y Khao San Road también están en la lista de la BMA, pero de momento aguantan. Tal vez sirva como precedente lo que sucedió en el barrio rojo de Nana, cuyo mercadillo despliega un batiburrillo donde puede encontrarse desde ropa y DVDs falsificado a Viagra o juguetes sexuales. Tras diversos ultimátums, allí sigue. Todo es posible en Tailandia.

Este puesto familiar del distrito de Phrakanong peligra de implantarse la medida institucional.
Este puesto familiar del distrito de Phrakanong peligra de implantarse la medida institucional.LILLIAN SUWANRUMPHA (AFP/Getty Images)

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