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¡A comer!, por Eva Hache

Comparta la comida con sus hijos. Nadie le dice a un colega: «Si no te acabas el pescado, no hay postre»

Geena Davis

He visto tanques de puré mucho más grandes que el niño al que se lo iban a embuchar. Desde fuera ya se ve: ese pedazo de tupper lleno de una plasta color caqui (por no decir caca) a ese estómago infantil no le cabe. No importa, es un bebé, no se va a quejar. Método cucharazo y tapón con chupete, traga y vuelta a empezar. ¡Qué niño tan hermoso! No, no está hermoso, señora, está rollizo porque come más de lo que debe. «Pero lo dice el pediatra». Sí, señora, El Pediatra: ese ser humano (en la mayoría de los casos) que estudió para curar enfermedades y que no estudió ni un mes de Nutrición. Ese profesional (en la mayoría de los casos) que le da a usted pautas de alimentación para que usted se quede bien tranquila porque los hijos no vienen con instrucciones y alguien nos tendrá que solucionar semejante papeleta. «La fruta por la tarde», porque todo el mundo sabe que si un bebé se come un plátano a las 12 del mediodía explotará en mil pedazos. Eso si antes no se ha atragantado hasta la muerte. Por eso, antes del invento de la batidora, la humanidad se extinguió a base de morir de arcadas.

Luego pasaron los años y la humanidad se regeneró gracias a los anuncios de televisión que ofrecen mágicos productos bajo el eslogan «Lo mejor para tu bebé».

Y como tú, lógicamente, darías la vida para que tu hijo tenga lo mejor, llenas tu despensa de miles de cosas plastificadas con ingredientes desconocidos pero que te dejan más tranquila. Venden papillas de ocho cereales con miel. Que levante la mano quien sepa ocho nombres de cereales sin mirar en Google. Y, además, no se recomienda introducir la miel hasta pasado el año porque puede resultar alergénica.

¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Se puede poner el responsable de nutrición mundial? Ah, que está haciendo un curso en Madeira cortesía de esa marca de alimentos para bebés. Pues nada, que no se ponga. Y usted no ponga la tele y no vea anuncios. Todos los alimentos que salen anunciados son completamente prescindibles. No se anuncian patatas, ni alcachofas, ni cordero, ni mero. No se anuncian los alimentos de verdad, los que sí deben estar en un frigorífico para que tanto usted como sus hijos coman bien. Que esa es otra, utiliza usted mil triquiñuelas (por no decir chantajes, amenazas y castigos) para que sus hijos coman eso que usted ha decidido que se tienen que comer justo ahora, pero ¿cuántas veces le ha visto su hijo comerse una manzana a mordiscos? ¿De verdad cree que su hijo estará desnutrido por no comerse la coliflor? ¿De verdad no se la podemos cambiar por otra cosa que le guste un poco más? ¿Por qué no respeta usted sus gustos igual que los suyos propios? O es que usted, cuando va a un restaurante, elige coliflor porque es sano.

A no ser que sea usted de esos que, a fuerza de ver anuncios, come cositas, terminadas en -ito o -ita: barritas, zumitos y jamoncito de York (ese jamón que el único cerdo que conoce es Peppa Pig), hágase el favor de compartir la comida con sus hijos. Igual que la comparte con sus amigos. Nadie le dice a un colega: «Si no te acabas el pescado, no hay postre». No convierta el arte de comer en la hora de la tortura, porque solo conseguirá pasar malos ratos y, de propina, que su hijo sea obeso o regalarle un desorden alimentario. Confíe en que su hijo no va a morir de hambre y llene su nevera de alimentos sanos. Ofrezca y no obligue, relájese y trate a su hijo como si fuera una persona.

El truco está en disfrutar. No se enseña a comer, igual que no se enseña a respirar o a dormir. Simplemente hay que mostrar que comer es un placer.

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